José Jiménez Lozano

Anuncios y transfiguraciones

Un día de hace algunos años nos pidieron a un grupo de personas que comentáramos los carteles y anuncios publicitarios en la prensa, y que incluso recordásemos esos mismos anuncios hechos por la radio cuando éramos niños, así que me puse a revolver en mi cosero imaginario de aquel tiempo entre cuyos tesoros, aun meramente evocados, no faltaban ni las imágenes ni las leyendas o hasta musiquillas de ese mundo publicitario. Pero no se podía aludir a todo, de manera que no conté, por ejemplo, que hasta el olor del salmón, que muchos encuentran exquisito, me ha venido pareciendo, desde entonces, sospechoso de haber estado en sospechoso contacto con el aceite de hígado de bacalo –aunque yo pienso que se trataba de la bilis–, que la ciencia de entonces recomendaba para de niños inapetentes y enclenques o escasamente comedores. Pero era algo tan abominable como el otro aceite de ricino para las purgas, de modo que, como era un tiempo en el que se decía que alguien había sido depurado, y la gente hablaba de purgas de muchas persinas, refiriéndose a la URSS, los chicos nos imaginábamos al camarada Stalin dando cucharaditas de aceite de ricino como castigo de un mal comportamiento, y sólo muy tarde supimos lo tenebrosa que podían ser esa palabra «purga» y el lenguaje político, en general.

En otro aspecto, había, y hay en ese mi cosero, algunos destellos que brillan casi como el fulgor de los fuegos artificiales; pongamos por caso la llama y el rescoldo del gasógeno en los autobuses que había que tomar de madrugada; y siempre me pareció que ni Velázquez podía pintar su relucencia como la de un meteorito, ni las misteriosas sombras que lo manipulaban. Y, si se estabas enfermo, parecía ver al autobús con esa luz roja como el furgón de cola de un tren fantástico que traía las medicinas de muy lejos. Y ponían éstas, luego, en el rincón de la piedra blanca del aparador del comedor, detrás del frutero de cristal azul, en el que había membrillo, arrope o frutas, y sobre el que daba el sol algunas tardes, y lo trasfiguraba en una luna; y, más adelante, cuando supe que los médicos del siglo XVII llamaban «viajes por el país de la fiebre» a las ensoñaciones de la calentura, no pude menos de reconocer que yo ya lo sabía.

Allí, sobre aquel mármol del locero, estaban también, cuando los sacaban del armario, los «Hipoposfitos Salud» y el «Fósforo Ferrero», y el «Laxen Busto», junto al «Fimol» Busto, y la «Sal de Fruta» y hasta los «Hidrolitines del Dr. Grau» de los mayores; y eran el muestrario de los tratamientos benévolos, mientras en el locero, cuando me los iban a aplicar, era donde se alineaban los horrores, que decía acerca del aceite de ricino, o del aceite de hígado de bacalao, y la caja metálica de «Vitaminas Lorencini». Ésta llevaba pintada en su tapa una chica con un manojo de espigas entre sus brazos, y el médico decía que con la inyección me pondría tan guapo como ella, y por eso dolían.

Luego, ya mayorcito, leí que el profeta Jonás, huido de Nínive se había dormido a la sombra de un ricino, Yahvé Dios ordenó a unos gusanos que se comieran sus raíces y, al despertarse el profeta, Yahvé Dios le reprochó que no comprendiese lo que era ser un hombre, y le pareciera normal que se le destruyese; y así aprendimos que los hombres, a pesar de ser de muy poca cosa, también somos mucho; esto es, como una caña, pero que piensa, como decía Monsieur Pascal. Y nos contaron también que Unamuno hacía del aceite de ricino un «test» de inteligencia, porque contaba que un señor, que había aprendido a leer, leyó un letrero que decía: «Púrguese con aceite de ricino», entró en la botica, lo compró y se purgó. Y significaba que nadie con inteligencia, haría una cosa así, pero las purgas y el ricino siguen siendo perversos, no obstante.