Luis Alejandre

«Auctoritas»

Reflexionaba recientemente en estas mismas páginas Abel Hernández, en su «objetivo indiscreto», intentando dar respuesta a la ola de violentas protestas callejeras extendidas tras la mecha de Gamonal. Se preguntaba qué hacían «en unas calles de Barcelona, perdidos en la noche, unos jóvenes encapuchados y vestidos de oscuro destruyendo todo lo que encontraban a su paso».

Quisiera también encontrar respuesta al momento que vivimos. Pienso en el concepto romano de «auctoritas» –no sólo en la «potestas»– de un dirigente municipal, con legitimación socialmente reconocida por el voto de sus ciudadanos, con capacidad moral para tomar decisiones, asumiendo lo que una máxima militar extrapolable a otros mundos nos recuerda: «Decidir es seleccionar; seleccionar es renunciar». Nunca se decide con un 100% de éxito o consenso asegurados: ni cuando nos casamos, ni cuando elegimos unos estudios, ni cuando decidimos lugar de residencia. Gobernar entraña analizar, comprometer, estimular, coordinar, indiscutiblemente dialogar y consensuar, pero llegado a un punto, sobre todo, consiste en decidir. Este principio no es solo válido en política; lo es en la empresa, lo es en la familia. Pero es válido ante una sociedad estructurada, responsable, participativa, sólida en valores. Una sociedad que periódicamente elige a sus representantes, porque la democracia se asienta sobre el poder del voto. Pero si como dice Zygmunt Bauman, al que apela Abel Hernández, nuestra sociedad moderna se asienta sobre el cambio y la transitoriedad, en la desregularización y la liberalización, es decir, sobre un estado líquido, fluctuante, este principio no tiene validez. Bauman, el pensador judío nacido en Polonia asentado tras largo recorrido en la Universidad de Leeds, acertado premio Príncipe de Asturias, nos refiere «la precariedad de los vínculos humanos en una sociedad individualista y privatizada marcada por el carácter transitorio y volátil de sus relaciones». Y sentencia que «si los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo, los líquidos –aquí se refiere a nuestra sociedad actual– son informes, se transforman constantemente, fluyen».

¿Qué nos sorprende entonces?¿Que las reacciones de parte de nuestra sociedad sean imprevisibles? Desde luego, no. Analicemos la situación: 1. Salimos con dolor de una crisis económica que encubre sobre todo una crisis de valores, porque de haberse mantenido la honestidad, el buen ejemplo, el sacrificio y la solidaridad, la crisis tendría hoy otra lectura.

2: La crisis destapa egoísmos, recelos, muestras claras de insolidaridad, que alcanza no solo a personas sino también a organizaciones y territorios.

3: Todo se generaliza; no se dan demasiadas opciones a los honestos, a los sacrificados, a los buenos gobernantes. Nunca una valoración en encuestas sobrepasará el aprobado. Los movimientos «indignados» –que en algunos aspectos algunos comprendemos– la emprenden no contra quienes no pudieron o supieron afrontar la crisis, sino contra quienes intentan sacarnos de ella. Y me duele que, cínicamente, algunos intenten aún seguir pescando votos en el río revuelto que provocaron. Nos enseñó nuestro San Isidoro que «la Ley debe ser honesta, justa, posible, armoniosa con las costumbres del país, conveniente por razón del lugar y del tiempo, necesaria, útil, clara, no sea que la oscuridad oculte algún engaño». Yo no puedo saber si se ocultan engaños en algunos casos. Sólo sé que si quien decide se apoya en la definición de nuestro santo sevillano, no debe pestañear, ni puede renunciar a su «auctoritas» por mucho que presionen quienes «desde determinadas posiciones, poseedores de la energía, el entusiasmo y las ganas de expresar y exhibir sus ideas, lleguen a dominar la vida pública, cuando los demás enmudecen», como señala la socióloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann al definir su teoría de la «espiral del silencio», muy aplicable también a la situación de la actual sociedad catalana.

¡Cuidado con la espiral de erosión, de descrédito, de descalificación, no sólo de personas con responsabilidades, sino también de nuestras instituciones! La suplantación del poder legítimo por el poder de la calle puede llevarnos al odio como resultado de la frustración existencial de unas minorías. La pedagogía del odio puede dar a los propios que la sostienen unos frutos iniciales, pero conducen irremisiblemente a la ruina de todos, ellos incluidos.

Con demasiada frecuencia nos olvidamos de Yugoslavia. No la de 1914 y de la Primera Guerra Mundial de la que este año conmemoraremos su centenario, sino de la Yugoslavia de los años noventa. Miles de soldados españoles fueron testigos de esta irremediable ruina que procedía de espirales de violencia desencadenados previamente. Estas espirales en sociedades sólidas ya son peligrosas, pero pueden recomponerse. Pero en sociedades líquidas, poco cohesionadas, insolidarias, egoístas, sin «auctoritas», tiene efectos de tsunami, de descomposición, de dispersión, en suma, de destrucción.

Pero no quiero ser arrastrado por el pesimismo. Y como le decía Don Quijote a Sancho: «Todas estas borrascas son señales de que presto ha de serenar el tiempo; no es posible que el mal ni el bien sean durables y de aquí que sigue que habiendo durado mucho el mal, el bien ya esté cerca».