Alfonso Ussía

Autocastigo

Me apresuro a castigarme. Solicito el perdón de todos. No conocí personalmente a García Márquez. Estoy, pues, incapacitado para narrar anécdotas personales y vivencias exclusivas del prodigioso escritor. Han leído bien. Prodigioso escritor, que no es lo mismo que prodigiosa persona. Una noche con José Bergamín, Eugenio Suárez y Antonio Garrigues Díaz-Cañabate –don Antonio–, en un restaurante madrileño. Defendía Bergamín, y yo a su lado, la independencia de la genialidad respecto a la bonhomía. No estimaba a Picasso y a Neruda. –Han sido dos genios, ¿qué nos importa que también hayan sido malas personas?–. En efecto, nada. Bergamín también fue una mala persona, pero no un genio. Terminó sus días el poeta menor del Veintisiete, mitad Madrid, mitad Málaga, abrazado a la Herri Batasuna de Eva Forest y Alfonso Sastre. Pero tenía razón. La categoría del artista o del escritor nada tiene que ver con la grandeza humana.

La muerte de Gabriel García Márquez ha sido motivo y excusa de las hagiografías más variopintas y exageradas. Fue un escritor genial, pero no un santo. Dicen que renovó el lenguaje. Lo justo sería reconocer que lo pulió, lo mejoró y lo elevó hasta alturas inaccesibles. Pero el elogio a la gran obra no está autorizado a invadir el ámbito del hombre. García Márquez fue amigo y colaborador de tiranos establecidos en regímenes comunistas. Nada hizo, con alguna excepción, por los escritores encarcelados y torturados en las prisiones ignominiosas de Cuba. Y jamás osó criticar a las FARC de su país, Colombia, el ejército narcoterrorista más implacable, inhumano y sangriento de la historia de América.

Toda la amnistía disfrutada por García Márquez se revuelve contra Mario Vargas Llosa, tan grande literariamente como el formidable narrador colombiano. No es consecuencia del puñetazo que acabó con su amistad y que nada tuvo que ver con la evolución hacia el liberalismo del gran peruano y el estancamiento en el comunismo del aparentemente cordial «Gabo». Fue un puñetazo por una mujer. García Márquez intentó levantarle la mujer a Vargas Llosa, y éste le puso un ojo morado. Nada más. Lo que no se le perdona a Mario Vargas es la búsqueda –y el encuentro– de la libertad. Don Mario no pertenece al círculo de los concededores de bulas. Es libre. No coinciden sus pensamientos con los atribulados de su juventud, y eso no lo perdonan las izquierdas. Y las derechas, tan acomplejadas, no se atreven a defenderlo. Porque tampoco es suyo, sino de sí mismo, libre y desencajado. Su novela «La Fiesta del Chivo», esos tres días vividos en quinientas páginas, no es comparable a los «Cien años de soledad» de García Márquez, pero no inferior. Así que estábamos un grupo de amigos compartiendo un cocido y José María Stampa Braun, el gran penalista, sacó a relucir la obra maestra de García Márquez. Curiosamente, todos los allí presentes la habíamos leído, y todos los allí presentes coincidimos en valorar su formidable prosa. Antonio Mingote, el padre Ramón Ceñal, jesuita y traductor de Kant, don Antonio Garrigues, Manolo Halcón, Luis Maria Anson, el banquero Aguirre Gonzalo, y Antonio Gala, que acababa de reestrenar en Madrid con rotundo éxito su comedia «Anillos para una Dama». Uno de ellos lo comentó y fue muy celebrado. «Cien años de soledad es una obra de arte, pero de haberse titulado ''Veinticinco años de soledad'' mejor que mejor».

Lamento no poder inventarme vivencia alguna experimentada con García Márquez. No tuve la desgracia de conocerlo. Y entiéndanme bien. Creo que era un hombre simpático y lleno de encanto. De haberlo conocido y tratado, me cegaría la venda en los ojos de la amistad. De tal manera que al no guardar recuerdo alguno de su persona, puedo considerarme afortunado para seguir leyendo su maravillosa prosa y no confundir la palabra con la distancia que me inspira su persona.

Ruego ser perdonado.