Mauricio Rojas
Bachelet y el triunfo de los idiotas
Como era de esperar, Michelle Bachelet obtuvo un amplio triunfo en las elecciones chilenas. Sin embargo, esta victoria esconde el rotundo fracaso de su aspiración de constituir una «nueva mayoría». Tanto en la primera vuelta como este domingo, la mayoría no concurrió a sufragar y los votos de Bachelet no llegaron ni a un tercio del electorado potencial. En suma, ganaron los idiotas, en el sentido original de la palabra: los que no se interesan por la cosa pública, volcando toda su atención hacia lo privado. A su vez, ha sido el desinterés de los idiotas el que ha hecho posible que una minoría radicalizada controle la agenda política chilena y le haya puesto su sello a las elecciones recién pasadas. Esta es la paradoja del Chile actual y será la tensión entre estos dos Chiles la que determinará el futuro del país.
Tanto el Chile político como el apolítico son fruto del rápido progreso de las últimas décadas. De 1986 a 2013 el PIB chileno creció a una tasa anual de 5,5%, lo que triplicó el ingreso per cápita y provocó una transformación extraordinaria de la sociedad chilena. Según un estudio reciente del Banco Mundial, Chile fue el país con mayor movilidad ascendente en América Latina entre 1992 y 2009. En ese lapso, casi dos tercios de la población «cambiaron de clase», pasando de la pobreza a la vulnerabilidad o de la vulnerabilidad a la clase media. Incluso el ser pobre cambió radicalmente. Los pobres, que hoy son apenas una cuarta parte de lo que eran en 1987, disponen de un ingreso real que, en promedio, más que duplica el que tenían 1990.
Este enorme cambio ha llevado aparejada una verdadera revolución educativa, que de 1980 a 2013 multiplicó por diez el número de estudiantes de la educación superior. Al mismo tiempo, se amplió enormemente el acceso a viviendas mejores, bienes de consumo duraderos, medios modernos de transporte y comunicación, viajes y otros componentes de un nivel de vida que se acerca al de los países de altos ingresos.
Estos cambios han redimensionado el horizonte de problemas y aspiraciones de los chilenos. Atrás han quedado las inquietudes propias de una sociedad pobre y se han abierto paso las de los nuevos sectores emergentes. Está evolución desplazó las demandas sociales de la cantidad a la calidad y de la pobreza a la desigualdad. De aspirar a más viviendas, educación o empleos a exigir viviendas, educación o empleos de calidad, y de la tasa de crecimiento en sí misma a la distribución de sus frutos. Con ello, se hicieron visibles las deficiencias de un desarrollo que, efectivamente, dejó mucho que desear en ambos aspectos. Además, se dio un fenómeno paradojal: el progreso mismo hizo que las expectativas crecieran mucho más rápidamente que la capacidad de satisfacerlas, generando un descontento o «malestar del éxito» que aumentaba cuanto más avances se lograban.
2011 fue el año donde todo este cambio se volcó a las calles de una manera sorprendente: los más beneficiados por el modelo de desarrollo seguido, es decir, los jóvenes chilenos, se volvieron mayoritaria y bulliciosamente en su contra. Los que así lo hacían pertenecen a la generación que de lejos ha gozado de mejores condiciones de vida en la historia del país, y justamente por ello dan por sentado lo que tienen y quieren mucho más, y tienen prisa. Lo distintivo de los movimientos del 2011 fue su escalada ideológica. Los problemas concretos que los motivaron derivaron rápidamente en una crítica al conjunto del modelo social imperante. Esta ideologización del descontento respondió a la presencia de dirigentes políticamente formados, que difundieron un potente discurso crítico que describió a la sociedad chilena como una «sociedad de mercado», abusiva y penetrada por el egoísmo y el consumismo, proponiendo como alternativa un proyecto social con «más Estado y menos mercado», que entroncase con el Chile socializante previo al golpe militar de 1973.
Así, el imaginario político de la sociedad chilena dio un salto hacia la izquierda, si bien su cotidianeidad seguió impregnada por los valores y logros de un sistema que ahora concitaba un creciente repudio. Se trata de una notable discrepancia entre objetividad y subjetividad, entre un país profundamente apolítico y las opciones que su minoría ideologizada impone en la escena política. Es como sí, para usar la metáfora de Goethe, dos almas habitaran en el pecho del Chile actual, una aferrada a lo terrenal y cotidiano y otra entregada a lo soñador y utópico.
Este es el contexto del triunfo de Bachelet, que representa la victoria del Chile minoritario, más político y utópico, sobre el Chile mayoritario, más apolítico y terrenal, que se abstuvo o votó por la candidata de la continuidad, Evelyn Matthei. Esto crea una compleja situación a futuro. El dilema de Michelle Bachelet será, guardando las proporciones, similar al de Salvador Allende a comienzos de los 70: los sectores más extremos de su base de apoyo (que manejan «la calle») tenderán a desbordarla, exigiendo una radicalización del gobierno que, de hacerse realidad, haría peligrar muchos de los logros alcanzados por Chile.
En ese caso, el Chile apolítico descubriría que la política –en especial la mala política– sí importa: le tocaría sus perspectivas de progreso, sus márgenes de libertad y, no menos, su bolsillo. Y finalmente será ese Chile, más que la actual y medio moribunda centroderecha, el que será el gran freno de una eventual deriva utópico-socialista de la futura presidenta. Así, el Gobierno de Bachelet se verá desgarrado por la tensión entre la marejada izquierdista que la llevó al poder y la resaca realista de un Chile mayoritario que no aceptará poner en peligro lo logrado con tanto esfuerzo. A poco andar, Michelle Bachelet descubrirá que, como se dice en Chile, el Palacio presidencial de La Moneda es «la casa donde tanto se sufre».
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