Alfonso Ussía

Bares

¿Cuántos bares, restaurantes, cafeterías y puticlús hay en España? Sirva un dato. Más de dos mil se llaman «Las Vegas». Se echan raíces. Se escribe, se recibe, se negocia y se pacta en bares y restaurantes. Y si el negocio es satisfactorio, muchos pasan a celebrar el acuerdo en algún establecimiento de mujeres de pago, y también de hombres, claro está. En la década de los setenta conocí a un «niño de Rusia», que así eran conocidos los hijos de republicanos muertos o desaparecidos durante la Guerra Civil que fueron llevados a la URSS para ser educados en el más estricto dogma soviético. Se llamaba Antonio González y trabajaba en la compañía de exportación de Juan Garrigues Walker. Lo que más impresionó a Antonio González en su primer viaje de retorno a España fue la cantidad de bares que se encadenaban en las calles de Madrid. Y la rapidez y amabilidad en el servicio. Las propinas se dejaban al pagar, no al pedir la consumición como en los bares –los únicos–, de los grandes hoteles rusos. Allí los camareros eran funcionarios del Estado soviético y sólo atendían a los clientes que mostraban algún billete de diez dólares con coactivo disimulo. Le hería la pequeña corrupción del sistema, porque Antonio creía más en la URSS que Breznhev.

Ya lo he escrito. En los bares del norte «se anda», en los del centro «se va y se viene» y en los del sur «se para», del mismo modo que en el norte se guisa, en el centro se asa y en el sur se fríe. La cocina española es variada y extraordinaria, aunque a determinados cursis de la Academia de Gastronomía y la Cofradía de la Buena Mesa les interese más el sorbete de aire de zanahoria que una tortilla de patatas. Eso de «Madrid Fusión» que tanto daño hace.

Los españoles no podemos vivir sin el aperitivo y los pinchos, en el sur, «tapas». Otra nueva cursilería. Escribir «pintxos», al modo vascuence, si bien hay que reconocer que no hay pinchos mejores que los de la Parte Vieja donostiarra. Los bares y restaurantes también mueren, pero inmediatamente son sustituidos por otros. Recelo mucho de los empresarios que invitan a comer en los comedores de sus empresas. No disfrutan. Por bien que lo hagan, comen simplemente, cuando comer en un restaurante conlleva muchos más alicientes que el de la mera alimentación.

He leído en el «ABC» sevillano que la localidad española con más bares y restaurantes por habitante es la gaditana Chipiona. Para 18.849 personas existen 184 bares. Uno por cada 102 chipioneros. Se me antoja admirable esa proporción. Con Jorge Berlanga recorrí Reijkyawik. Nos costó mucho encontrar una cafetería. La gente del norte, tan civilizada y aburrida, no sabe vivir. Y menos aún, beber, que llega a alcanzar la categoría de arte en movimiento. La persona más elegante que he conocido levantando el brazo para llevar la copa a los labios acaba de fallecer. Luis González, bodeguero de Jerez y veraneante en Comillas, noventa y nueve años dedicados a compartir con sus amigos la maravilla de sus vinos. Me lo decía dos veranos atrás con noventa y siete años: «El médico está preocupado porque tengo un poco altas las transaminasas». Su hermano Perico, con un año más que el siglo, también tiene un poco altas las transaminasas, y le importa un bledo. Beber bien es un prodigio que se da mucho en España. Es decir, que si algún día me pierdo por ahí, que me busquen en Chipiona, la reina de la alegría.