Alfonso Ussía
Bien por Montoro
El título parece una provocación. Sucede que al fin estoy plenamente de acuerdo con una observación del ministro Montoro. «El problema del cine español no es el IVA, sino la calidad». Le van a caer chuzos en punta en el guateque de los Goya, en la anual adoración del ombligo de los presumibles cineastas. No obstante, han perdido fuerza. A menos subvenciones, musculatura más fofa. En España se hizo un gran cine, modesto en la producción, durante su época dorada. No tenemos ni idea de culminar superproducciones. Inglaterra ya habría creado una película grandiosa contando las venturas y desventuras de Blas de Lezo, el marino español cojo, manco y tuerto que defendió Cartagena de Indias. No ha producido Inglaterra tan apasionante película porque a quien derrotó Blas de Lezo, precisamente, fue a la poderosísima escuadra inglesa al mando del Almirante Vernon. Se presagiaba la victoria inglesa, y en Londres se acuñaron miles de monedas de plata con Lezo entregando, humillado ante Vernon, las llaves de la ciudad caribeña. Vernon estuvo durante unos meses prisionero, y en gratitud por el buen trato que le dispensó don Blas, le regaló, ya en libertad, una maravillosa pareja de pistolas. El descendiente de don Blas de Lezo, el conde de Llobregat, también vasco por todas sus esquinas, donó años atrás las pistolas al Museo Naval, y curiosamente no han formado parte de los fondos expuestos en la exposición conmemorativa en honor del marino español de Pasajes de San Pedro. En Inglaterra se hubiera producido ya una gran película con don Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna de protagonista. El último gran «dandy» de su época. General y embajador de Isabel II en San Petersburgo. El gran patriota que derrochó su inabarcable fortuna para superar la influencia de Francia e Inglaterra en la Corte del Zar. Se creó un banco, el de Castilla, para administrar su quiebra. Su acusador fue el más brillante e inteligente político de la Restauración, don Francisco Silvela. Murió en la ruina, y de su ruina se mantienen hoy en día patrimonios tan considerables como los de la familia Osuna, Infantado y Medina Sidonia. Brindis sobre el Neva en la onomástica del Zar. La Corte y el Cuerpo diplomático beben el «champagne» y lanzan sus copas a las aguas heladas del gran río. Osuna apunta. El día de Santa Isabel, invita al mismo lugar y el Zar acude con la Corte y el Cuerpo Diplomático. Osuna, que nada aprecia a su Reina –es plenamente correspondido por el Real desafecto– llena las copas de oro con vino de Rioja. Todos beben. Todos observan. Y Osuna lanza su maciza copa de oro al río, y el Zar hace lo mismo, y centenares de vasos dorados caen en las aguas del Neva para demostrar, solemne tontería, que el embajador de España es más poderoso que el Zar. Le aguarda una preciosa carroza tirada por ocho caballos, con los cocheros y criados cubiertos por abrigos de martas cibelinas. –Mariano, las martas cibelinas sólo se pueden cazar en Rusia para hacerle un abrigo a la Zarina–; –lo sé, Majestad, las he cazado en Finlandia. Mi servicio tiene todo el derecho a vestir como los Zares–.
Pero no. Aquí no sabemos engrandecer a los grandes. Seguimos con la puta Guerra Civil, esa obsesión de revancha de los que la perdieron. Ninguno de los productores, guionistas o actores que siguen inventándose bondades y maldades tiene edad para recordar la Guerra. A ninguno, curiosamente, se le ha ocurrido recordar Paracuellos, quizá el crimen masivo más cinematógrafico de todos por los personajes que en él intervinieron, como verdugos y como víctimas. No, aquí seguimos con los maquis, con los vencedores malos y los derrotados buenísimos. Seguimos con los guiones groseros, el lenguaje procaz y los polvos innecesarios. No hay creación. No hay belleza. Montoro tiene toda la razón. Lo esperan en los «Goya».
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