José Luis Alvite

Caracoles en un tambor

Caracoles en un tambor
Caracoles en un tamborlarazon

A ntes me ocurría por desidia. Ahora, con el paso de los años, me he dado cuenta de que uno de los mejores aciertos de mi vida ha sido tomarme las cosas con calma, sin mortificarme por el desprestigio que suponía la pereza, como si siempre hubiese sabido que hay pocas sensaciones tan agradables como la de reunir la calma que se necesita para esperar el tren en una ciudad sin vías. Para sentirme a gusto con mi manera de vivir me he rodeado a menudo de hombres cansados y de mujeres sin esperanza, tipos casi al final de sus pisadas, gente que por cualquier motivo sabía que la primavera no empieza antes sólo porque abras las flores del baño con el secador del pelo. Ni siquiera me ha importado mucho que a una racha de errores le siguiese otra de fracasos porque había conseguido desarrollar en mi conciencia la idea de que la felicidad carece de sentido cuando con la desesperación y las prisas la convertimos en un deber. He tenido desde muy joven la relativa certeza de que la conciencia es un ente dúctil y maleable al que le damos demasiada importancia, hasta que la vida nos pone en el sitio que nos corresponde y entonces aceptamos que la existencia es eso tan efímero y hermoso que cunde mucho si no tenemos demasiadas pretensiones y comprendemos que tan importante como tener tranquila la conciencia, es que por la noche te siente bien la fabada. Nada de angustias; fuera prisas. Tendríamos que haber vivido con más calma y sin habernos alejado tanto de la escuela en la que fuimos niños en aquel tiempo dulce e invertebrado en el que las cosas ocurrían serenas, deletreadas y moluscas, como una reata de caracoles cruzando la piel ojerosa de un tambor. Eso es lo que yo he querido hacer con mi vida: disfrutarla sin prisas, como cuando en la saliva dulce de los viejos abrevaban, como migas de charol, las hormigas.