Alfredo Semprún
Cincuenta y tres años de las masacres de Ruanda (y Burundi)
No, no se trata de un error de fechas. Ocurre que la independencia de Ruanda, un país con la extensión de Cataluña, no vino precedida de la habitual sublevación contra la potencia colonial, en este caso la belga, sino por el enésimo enfrentamiento sectario entre las dos principales tribus que la pueblan, los hutus y los tutsis. Como todo el mundo sabe, durante siglos, los tutsis, ganaderos y guerreros, habían sido la minoría dominante en la región de los lagos africanos, situación que la colonización europea consiguió mantener, hasta que se cruzaron los intereses de Francia y su francofonía. Poco a poco, los hutus fueron tomando conciencia de sus posibilidades y exigieron a la Monarquía, tutsi, por supuesto, un trato igualitario en el reparto de las tierras y en la Administración local. La situación se puso fea a partir de noviembre de 1959, cuando jóvenes tutsis, indignados por las absurdas pretensiones de los que siempre habían sido considerados como siervos, mataron a varios líderes hutus. No fueron muchos los muertos –unos 70, según la contabilidad de las autoridades belgas, que siempre procuraron mantener una exquisita neutralidad en aquella pelea de negros, no les fuera a pasar algo malo a los grandes cafetaleros blancos–, pero, como era de esperar, la cosa no acabó ahí.
Dos años después, habían caído bajo los machetes 20.000 tutsis y otros 150.000 se habían exiliado a Uganda. La independencia, gestada por los hutus y «bendecida» desde el exterior por los franceses, vino acompañada de un referéndum, impulsado y supervisado por la ONU, que decidió por aplastante mayoría –casi el 80 por ciento– la abolición de la Monarquía –tutsi– y la implantación de la República. Naturalmente, entre los perdedores –tutsis– hubo disparidad de criterios. Unos, los más, se avinieron a la nueva situación y aceptaron el cambio de roles, y otros se largaron a Uganda a montar una guerrilla patriótica.
Los asuntos del flamante paisito iban más bien que mal hasta que, en 1972, en la vecina Burundi, los tutsis asesinaron a unos 80.000 hutus. Se exigió venganza para los primos burundeses y el jefe del Ejército ruandés, Juvenal Habyarimana, le dio un golpe de estado al presidente Kayibanda. Sin embargo, y pese a las malévolas esperanzas de los hutus, el golpista lo hizo bastante bien, y Ruanda gozó de unas décadas de paz y prosperidad, con tan buena convivencia intertribal que los tutsis se hicieron fuertes en el sector financiero y comercial. Fue un espejismo.
Con la bajada de los precios del café y la consiguiente crisis económica, la corrupción de la clase política y los manejos poco transparentes de Uganda y Burundi, se desató el tercer acto de la tragedia aplazada. En 1990, desde la frontera ugandesa, la guerrilla tutsi mutiplicó sus ataques, «liberó» territorio en el norte de Ruanda e implantó células clandestinas en la capital, Kigali. La guerra se prolongó hasta primeros de 1994, cuando se estableció una tregua. Pero el seis de abril –hoy se cumplen veinte años–, dos misiles derribaron el avión en el que viajaban, para ratificar la paz, el presidente de Ruanda, Habyarimana, y el de Burundi, Ciprián Ntayamira. Ambos murieron. Al día siguiente, la Guardia Presidencial ruandesa mató a la primera ministra y a los diez soldados belgas que la escoltaban. Y todos los blancos se dieron a la fuga, mientras a su alrededor estallaba el gran horror.
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