Estados Unidos
Cines Lincoln
El cierre de los Lincoln Plaza Cinema, las desconchadas salas en la confluencia de Broadway con la calle 63, arrasa otra parcela de memoria cinéfila. Se trata de un espacio venerable. Alimentó la fiebre por el cine extranjero y las obras independientes en un Manhattan feliz de cultivar veleidades de república independiente. Incluso aunque no triunfara la enloquecida propuesta de Norman Mailer cuando optó a la alcaldía, la isla siempre presumió de regirse por unos patrones estéticos y unos intereses diferenciados a los del resto del país. Los Lincoln Plaza Cinema, que abrieron a principios de los ochenta, fueron esenciales en un tiempo en el que había desaparecido casi por completo el interés por el cine de fuera. En los cincuenta resultaba asencillo asistir en Nueva York a lo último de los titanes japoneses, italianos y etc. El Lincoln representaba el final de una era. Nosotros mismos, recién llegados a la ciudad, fuimos habituales. Todavía recuerdo la estatua del Bogart de «Casablanca», de cegador smoking blanco, en el vestíbulo, y los grandes carteles de «Ocho y medio» y, diría, «Al final de la escapada». La muerte del Lincoln Plaza Cinema dispara el enésimo y letal pistoletazo en el pecho de una ciudad, de unas ciudades, atacadas por la enfermedad de la banalidad contrachapada en oro. Dedicadas a la apertura de una infinita sucesión de sofisticados y aburridísimos almacenes de ropa y la infinita propagación de unas franquicias de agusanado corazón de corcho. Unos territorios cada día más similares por el lado altisonante. Huérfanos de tiendas de discos, librerías y cines. Menos mal que de momento quedan bares y restaurantes. Y que internet y sus gloriosas posibilidades permiten suscribirse a plataformas trufadas de cine clásico. Entre ellas una que ofrece toda la colección Criterion. O sea. Con la filmografía casi completa de Visconti, Kurosawa, Ozu, Fellini, Bergman y etc. Sumen los DVDs de Ford, Hawks y Hitchcock y los discos de, entre otros, las caras B de Nathaniel & The Night Rateliff Sweats, más la biografía de Bach por Gardiner y el «Capitalismo y revolución» de Tortella, que tengo pendiente. Sí, lo admito, cada día me interesa menos salir a la calle.
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