Joaquín Marco

Civilización y fanatismo

Pese a que el actual gobierno iraquí solicitó una reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU para estudiar las medidas de apoyo internacional que pudiesen evitar la destrucción, que el Estado Islámico está realizando en la zona de Mosul, nada se ha hecho al respecto. Hemos podido ver, gracias a los propios yihadistas, cómo caían abatidos los restos de civilizaciones milenarias. Los ejecutores de tales desastres se han servido de maquinaria pesada y hasta de taladradoras mecánicas. Su fanatismo les lleva al extremo de tomar al pie de la letra las advertencias de Mahoma contra los ídolos que adoraban los antiguos pobladores de la región y cualquier escultura o pintura de carácter realista. Pero las razones no han sido tan sólo religiosas. Para financiarse, cuando les ha convenido, los yihadistas han introducido también en el mercado internacional de antigüedades valiosas piezas. Estas imágenes televisivas que muestran el odio hacia expresiones artísticas que a la mayoría de la Humanidad le produce respeto y admiración, sin embargo, no son otra cosa que una manifestación extrema del fanatismo anticultural. Para llegar a respetar lo «otro» hemos atravesado diversos estadios de intransigencias y aún hoy mismo son perceptibles a nuestro alrededor, en países cultos del siglo XXI, vestigios de actitudes ancestrales. Un pueblo tan cultivado como el alemán consideró «arte degenerado» buena parte del de la primera mitad del pasado siglo y prohibió su exposición. En la antigua URSS se decretó que el único arte válido era el llamado «realismo socialista». Las civilizaciones, a lo largo de la historia, por otra parte, han asentado sus construcciones emblemáticas, en ocasiones, sobre las ruinas de las que les precedieron. Lo que muestra el radicalismo yihadista es un fundamentalismo que choca con mentalidades que se han situado ya en estadios en los que se valora el respeto cultural. El problema no es tan sólo religioso.

En 2001, los talibanes, como demostración de su poder y fervor, dinamitaron los dos grandes Budas de Bamiyán. Pero el Estado Islámico pretende ir algo más lejos. En sus proclamas asegura que llegará hasta Roma y realiza curiosos montajes fotográficos en los que la bandera negra ondea en El Vaticano. Estas bravatas propagandísticas no convencen a nadie, aunque resulta más inquietante la integración en sus guerras de jóvenes occidentales, algunos de ellos buenos estudiantes formados en las mejores Universidades. Las redes informáticas pueden conducir a trastornos graves de la personalidad. La globalización presenta agujeros por los que penetra el veneno de la intransigencia. La destrucción de buena parte de las esculturas del museo de Mosul fue acompañada con la quema de manuscritos y libros que se conservaban en su biblioteca fundada en 1920. La historia del hombre, no cabe duda, se repite. Lo que varían son protagonistas, motivaciones y circunstancias. Hay quien asegura, no sin cierta dosis de cinismo, que los expolios arqueológicos del siglo XIX y XX por parte de algunos países colonizadores han permitido conservar determinados patrimonios. Los yihadistas acabarán dándoles la razón, porque para ellos la historia comienza en Mahoma. Mientras Grecia, entre otros países, sigue reclamando sin éxito la devolución de algunas de sus riquezas artísticas más valiosas.

Pero desmanes más graves se han producido en Nimrud, capital asiria que contaba con una antigüedad de 3.000 años, mencionada en la Biblia como Calah o Kalakh, situada a las orillas del río Tigris. Allí se conservaban todavía algunas estatuas de los Lammasu, hombres toro con alas de águila, que se situaban en la puerta de las ciudades o en los palacios reales. Su antigüedad se fechaba entre -1816 y -609. Fueron derribados y destruidos sirviéndose incluso de taladros mecánicos. La ciudad es una ciudadela de planta cuadrada rodeada por un muro de ocho kilómetros y reforzado con torres defensivas en sus esquinas. En la colina de Nimrud, al final del muro sur, se encuentran diversos palacios y una fortaleza que corresponden a la época del rey asirio Salmanasar III (-858-824). Fue un importante centro durante el reino de Salmanasar I (-1373- 1244), pero su decadencia se prolongó hasta Asurnasirpal II (-883- 859) que la convirtió en capital del imperio. En estas ruinas se descubrió en 1980 el llamado «tesoro de Nimrud» formado por 613 piezas de oro y piedras preciosas que fueron depositadas en un banco iraquí en 2003. Uno de los arqueólogos pioneros fue Max Mallowan, casado con la novelista Agatha Christie. Los estadounidenses excavaron también en la ciudad durante la ocupación. También Hatra, a unos 110 Km. de Mosul, que fuera capital del imperio parto, situada por su belleza a la altura de Palmira, de los siglos II y III, con sus templos construidos siguiendo las columnatas griegas y romanas ha sido pasto de la barbarie. Estos restos arqueológicos podrían entenderse como uno de los núcleos en los que se forjó la civilización occidental y también la islámica. Su valor artístico se combina así con el carácter simbólico. Pero Occidente ha contemplado su destrucción estupefacto, aunque impávido. Lo que resulta fundamental es resguardar las zonas petrolíferas. La cultura, que debería definir nuestra más íntima esencia, se entiende por el poder como un accesorio y se observa con indiferencia. El ataque del Estado Islámico sobre el pasado de tan antiguas civilizaciones llevó a Irina Bokova, directora general de la UNESCO, a calificar los hechos como un «crimen de guerra». Pero, pese al escándalo trasladado a los medios de comunicación, nada se ha hecho. El Estado Islámico sabe que la destrucción material de los vestigios históricos de la zona producirá un daño moral a aquella minoría que estima la historia como su núcleo cultural fundamental. Gracias a ella podríamos reconocernos, aunque seamos incapaces de corregirnos. Parte de nuestro pasado material ha desaparecido víctima de unos fanáticos que son capaces de degollar a seres humanos indefensos o a servirse de niños verdugos como recurso publicitario. No todas las ruinas son ya románticas.