José Antonio Álvarez Gundín

Cuidado con la compasión

La compasión puede ser mortal. Cada año se comenten decenas de homicidios «por compasión», sobre todo de personas mayores y desvalidas. El celador del asilo de Olot que mató a once ancianos de manera brutal y expeditiva no tiene conciencia de haber obrado mal; al contrario, confesó al juez que lo hizo sin asomo de odio, sólo por piedad. Es un caso especialmente aterrador, pero no es un caso aislado. Hace semanas, en otro asilo, uno que atiende Cáritas en la provincia de León, un octogenario asfixió a su hermana de 90 años tapándole la boca con una cinta aislante; luego, él se suicidó arrojándose por la ventana. Dejó escrita una nota explicando su atrocidad: lo hizo para que su hermana no sufriera más y para que ambos no fueran una carga social.

Descritas de esta manera, con la crudeza de cómo sucedieron, nadie en su sano juicio justificaría las acciones de los homicidas. Se trata de muertes estremecedoras que ninguna sociedad civilizada puede tolerar o no castigar. Sin embargo, son precisamente las sociedades avanzadas las que se encaminan con más brío hacia la legalización de «la muerte por compasión». Es decir, la eutanasia activa y el suicidio asistido, que se encubren bajo la impecable expresión «muerte digna». Países como Holanda y Suiza han dado pasos tan decididos en esta dirección que hay clínicas especializadas cuyas listas de espera son espeluznantes. En España las cosas no van tan deprisa, aunque ya se hayan producido casos tan sonados de «muertes piadosas» como las del hospital de Leganés. Pero sorprende que la Junta andaluza y los dirigentes socialistas presuman de progresistas por su Ley de Muerte Digna, que aprobaron hace solo dos años, pero que van a reformar para hacerla más «compasiva». Entre su cerril defensa del aborto libre y su apología de la eutanasia, el PSOE muestra una rigidez cadavérica cada día más avanzada. En el fondo, la compasión que movía al matarife de Olot, la piedad que empujó al desesperado anciano leonés o las sedaciones discrecionales de Leganés comparten el mismo impulso «misericordioso». Decía Stefan Zweig que hay dos clases de piedad: «Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena... La otra, la única que cuenta, la compasión no sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá». El hecho de que Zweig acabara suicidándose, lejos de restar autoridad a su reflexión, le dota de mayor hondura y verdad.