Alfredo Semprún

De como un islamista fumador burló a los Seals

Al «equipo seis» de los comandos de la Marina norteamericana, el mismo que acabó con Bin Laden en Abbottabad, se le ha escapado vivo uno de los jefes más sanguinarios de la milicia de Al Shabab. Se trata de un tal «Ikrina», somalí de nacimiento pero nacionalizado keniano, a quien algunos medios atribuyen el poco verosímil nombre de Abdelkader Mohamed Abdelkader. Este individuo había sido identificado como uno de los instigadores del asalto al centro comercial de Nairobi y se le tenía localizado en una villa costera de la ciudad de Baraawe, a unos cien kilómetros al sur de Mogadiscio, que es uno de los feudos islamistas más importantes. A falta de información oficial, los medios estadounidenses especulan sobre los motivos que llevaron a la Casa Blanca a organizar un operativo complejo, en pleno territorio enemigo y frente a un adversario con décadas de experiencia guerrillera a sus espaldas, en lugar de bombardear la casa desde los aviones sin piloto. La explicación más obvia es que querían capturarlo vivo, en sintonía con un cambio en la política de seguridad impulsada por Obama ante las reacciones cada vez más adversas a los asesinatos selectivos, en frío, de supuestos terroristas, con su rosario añadido –más de 1.200 muertos sólo en Pakistán– de víctimas colaterales. De hecho, el tal «Ikrina» habitaba una mansión a cien metros de la playa junto con medio centenar de personas, entre familiares y guardaespaldas. El reconocimiento por satélite daba cuenta de la presencia habitual de muchas mujeres y niños. Por otra parte, la misión no era tan descabellada. Otra similar, también a cargo del «equipo seis», había conseguido liberar sanos y salvos a dos cooperantes internacionales, Paul Hagen y Jessica Buchanan, prisioneros de los piratas somalíes en la ciudad de Galcayo. Al principio, todo se desarrollaba de acuerdo a lo planeado. Los comandos, en lanchas dotadas de silenciosos motores eléctricos, con equipos de visión nocturna y reconocimiento electrónico «todo tiempo» por satélite, se aproximaron a la casa sin ser descubiertos. De pronto, se abrió una puerta por la que salió un solitario somalí que, ajeno al peligro, se acomodó en una balaustrada y se encendió un pitillo. Hay que imaginarse la tensión de los «seals», agazapados en la oscuridad, mientras el tipo, parsimoniosamente, fumaba gozando del frescor de la brisa nocturna. Cuando acabó, regresó al edificio y cerró la puerta como si nada hubiera ocurrido. Y no. El hombre, uno de los guardaespaldas de «Ikrina», resultó ser un tipo con una sangre fría de cuidado. Había detectado a los comandos, pero no hizo el menor gesto de alarma o de sorpresa. Al contrario, siguió fumando con absoluta tranquilidad y se fue, dando la espalda, con el mismo descuido aparente con que había salido. A partir de ahí, perdida la sorpresa, la misión podía darse por fracasada. El tiroteo, con abundancia de granadas de mano, se prolongó durante más de veinte minutos y no dejaba de atraer a nuevos combatientes islamistas. La retirada fue, sin duda, una elección prudente. Es una lástima porque la captura de «Ikrina» hubiera aportado mucha información vital sobre los asesinos de Al Shabab, su organización, redes de financiación y planes de acción. Y acabar con Al Shabab, no lo duden, es la mejor manera de impedir la muerte de tantos y tantos somalíes en las costas de Italia.