José María Marco
Defensa de la Corona
En muy poco tiempo, apenas unas semanas, hemos asistido a varios abucheos a las autoridades y, más en particular a la Corona, representada esta vez por la Reina. Habrá quien los considere un desahogo, una simple forma de hacer visible el malestar suscitado por la crisis económica y los problemas en la Familia Real. Incluso siendo así, el asunto merecería un tratamiento que fuera un poco más allá de los simples ajustes de protocolo e imagen que corresponden a la propia administración de la Casa.
La Monarquía española es una institución de una fortaleza extraordinaria, por razones que atañen a la propia naturaleza de nuestro país. Sólo haciendo un ejercicio de abstracción ideológica radical es posible imaginar España, la España que conocemos, sin Monarquía. Otra cosa, claro está, es querer refundar España sobre bases nuevas, que es lo que, en general, han querido nuestros republicanos.
Sin embargo, la propia naturaleza de la Monarquía tiene debilidades. Una de ellas es que la institución, aun estando por encima de la persona que la encarna, no es completamente distinguible de ella. Por eso cuando se falta al respeto a los Monarcas, o al Príncipe de Asturias, se está faltando al respeto a la Corona misma y a lo que esta –y las personas que la encarnan– representan, que es la nación en su conjunto. Al mismo tiempo, la persona no agota la institución, ni su significado. Estos no dependen de la propia persona o de su conducta. Por eso resulta tan discutible, y bastante arriesgado, exigir ejemplaridad en este punto. Claro que la exigencia que pesa sobre los representantes de la Corona es muy alta, más aún en tiempos de casi total transparencia como los nuestros, pero al mismo tiempo debemos ser conscientes de que el Monarca no lo es por méritos propios, sino por un principio distinto, el dinástico, que constituye la esencia misma de la Monarquía, la garantía de su estabilidad y, en más de un sentido, la raíz de su popularidad.
Todo esto debería llevar a los responsables políticos a pensar cómo afianzar la institución en la cabeza, y en el corazón, de los españoles. En nuestro país tendemos a pensar que las instituciones, como la nación española, son algo obvio, que no necesita ser enseñado ni defendido. No es así, y menos aún en un mundo que no se contenta ya –gracias a Dios– con el simple valor de la tradición. Se requiere más, en la enseñanza, en el sistema educativo, en el discurso público, en las actitudes.
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