Crítica de libros

Democratitis

Después de un largo período de tiempo bajo un régimen de poder personal que acabó en amable anarquía, los españoles reencontraron la vía democrática y han abrazado este cambio como apasionados conversos; bien por la conversión, pero ¡ay! por la pasión.

La democracia ha suscitado siempre desatados fervores: recordemos cómo se titulaban esos estados, abiertos a toda tendencia y paladines de la libertad, que después de la II Guerra Mundial nacieron bajo impulso socialista en lugares tan dispares como Sofía, Bucarest y Saigón.

Como la Historia es la relación repetitiva de los mismos sucesos, no cabe asombrarse porque los hispanos babeen de satisfacción ante el novísimo concepto por ellos descubierto. Con el convencimiento de los apóstoles, no sólo predican su buena nueva, sino que rechazan a quien no comulgue expresamente con su innovadora religión. Porque han trasmutado un sistema político en una religión muy estricta, con dogmas incuestionables de los que ellos son los sumos sacerdotes e inquisidores natos.

Sólo lo democrático es justo y fuera de la democracia todo es error cavernícola y antigualla deleznable.

¿Que eso significa que, desde el principio de los tiempos, nunca ha existido una sociedad que se haya gobernado legítimamente? ¿Qué supone condenar a los infiernos a toda la humanidad hasta el momento en que se implanta el sufragio universal? Poco importa, son minucias despreciables ante la luz del nuevo astro.

Lo más pintoresco es que el sistema democrático, per se, no puede aceptar valores absolutos, se ajusta a la opinión de la mayoría no porque sea fuente de verdad, sino como herramienta conveniente para el desarrollo de la sociedad.

Algunos teólogos democráticos quieren que la democracia nazca en la Grecia clásica, que nunca sobra un buen pedigrí incluso en asuntos de política, aunque la minúscula sociedad ateniense, con la mitad de la población esclava y sin derecho a voto, tenía poca relación con la masificada actual.

Otros consideran que es en Inglaterra donde hay que buscar sus verdaderos pañales, olvidando que el sufragio universal no llega a esa isla hasta el siglo XX y que los británicos mantienen una sociedad tan estratificada que sus clases se distinguen hasta por el acento.

No faltan quienes sitúan en EE UU el origen de este procedimiento político tal como se entiende hoy en día. En tal caso, surgió entre pelucas empolvadas y en una comunidad de puritana militancia para que los ciudadanos (a ser posible blancos, anglosajones y protestantes, por ese orden) fueran escuchados y pudieran hacerse valer frente a un estado invasor de lo privado.

Sea la Grecia de Aristóteles, la Inglaterra de Disraeli o la América de Jefferson, el sistema que establecieron se basa en unos sólidos principios, unánimemente aceptados, y en la toma de decisiones se adopta por voto mayoritario. La democracia se alza como un utilísimo instrumento para la gobernación, pero un mecanismo, nunca un fin y muchísimo menos una religión.

Se basa, y ésa es su ventaja, en el pragmatismo; se evita, con voluntariedad plena, introducirse en el mundo de la ideas debido a la compleja variedad de la sociedad; no busca legitimidad ni siquiera justicia; se centra en establecer una pauta que todos pueden aceptar porque no se asienta en ningún principio y para ello se elige la norma matemática de la mayoría. La aritmética es apolítica y la adición es la primera regla que se estudia.

Para que el método funcione, es imprescindible el cumplimiento ciego de la Ley, sea la que sea; no cabe discutir si es o no una ordenatio ratio, tan tomista ella, si es justa o simplemente arbitraria, beneficiosa o nociva. Es la Ley y se acata, y, si no gusta, se procura cambiarla pero hasta entonces se la obedece.

Pero el hombre es un ser muy inquieto que le encanta ahondar en la esencia de las cosas y en el porqué de sus actos, y se empeña en construir una filosofía que sustente a la democracia. En vez de aceptar que es un código, prefiere imaginar que constituye un tratado y ya está la verbena en marcha.

Es cierto que se parte de una verdad: la igualdad fundamental de todos los hombres, y también es cierto que se olvida de otra verdad del mismo rango: la desigualdad en lo accidental entre todos los hombres. ¿Me atreveré a decir que las diferencias entre los humanos empiezan en el sexo?

Los británicos y su prole americana, que viven bajo sistemas próximos al ideal democrático, tienen un enorme respeto por la Ley; los descendientes de Roma somos unos enamorados del Derecho pero no tanto de la Ley, y tenemos la fastidiosa costumbre de examinar el precepto antes de obedecerlo y, si no se adapta a nuestra noción de justicia, lo incumplimos tranquilamente sin intentar modificarlo.

A lo mejor, si empleamos nuestra capacidad crítica en el análisis y la valoración de los programas electorales, luego estaremos mucho más conformes en guardar las leyes que nuestros sufragios han propiciado, y no sólo presumiremos de gustar del Derecho, sino también de observar las leyes. Seremos demócratas cumplidos. ¡A mucha honra!