Carlos Rodríguez Braun
Derechos y barbaridades
Leí hace ya tiempo en «El País» una frase de un matón que, con el rostro cubierto, impedía el paso al Campus de Somosaguas en Madrid a los profesores y alumnos que querían dar clase o recibirla. Su argumento, expuesto junto a unos cubos de basura volcados, fue el siguiente: «Los derechos colectivos están por encima de los derechos individuales».
Los regímenes más brutales se han basado en esta idea, que el matón esgrimía seguramente con el convencimiento de que era sumamente progresista, ignorando que el fascismo proclamaba eso mismo: la subordinación del individuo a la colectividad. No había para los nazis derechos individuales que cupiera esgrimir frente a los colectivos. El comunismo coincide, y Lenin proclamó: «Todo es derecho público». En nuestro país, el razonamiento de ETA, que combinaba fascismo y socialismo, era que los derechos colectivos del pueblo vasco estaban por encima de, por ejemplo, el derecho a vivir de los veintitrés niños asesinados por los etarras.
Dirá usted: no todos los partidarios de los derechos colectivos son tan bárbaros. Es verdad, pero a menudo son también esclavos de consignas con más espuma que contenido, y que apuntan en una dirección parecida. Por ejemplo, una profesora de instituto declaró a propósito de la reforma educativa: «Son políticas públicas que de alguna manera buscan la privatización de derechos». Aquí conviene señalar dos aspectos. El primero es que el problema que denuncia, la supuesta reducción radical del gasto público en educación, no se ha producido, no ha habido ninguna privatización de la educación, masivamente pagada por los contribuyentes. El segundo es el odio al derecho privado, es decir, lo mismo que alegan los bárbaros.
Otra muestra de distorsión característica del pensamiento único antiliberal fueron estas declaraciones de un manifestante en Sevilla: «Sólo los ricos van a poder estudiar y no lo veo justo, por eso me manifiesto».
El comentario es absurdo, pero también es revelador de las ficciones más extendidas. Incluso suponiendo que la educación pública desapareciera, es insostenible pronosticar que no habría más educación que para los millonarios, porque todo el mundo valora la educación; por lo tanto, si fuera privada, todos la demandarían, y, por cierto, los pobres serían menos pobres porque habrían bajado los cuantiosos impuestos que hoy financian la enseñanza pública.
Pero además, como hemos dicho, el gasto social no se ha recortado en España, y tampoco en educación. ¿Quién creerá el manifestante sevillano que paga ese gasto? No es posible que sean «los ricos», porque el gasto es demasiado grande, y no podría ser financiado ni aunque el poder les quitara a los ricos hasta el último euro. En efecto, la mayoría de los ciudadanos paga la educación pública con su dinero, como la pagaría si la educación fuera privada. La diferencia es que ahora la paga a la fuerza porque, ya se sabe, los derechos colectivos están por encima de los individuales.
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