Paloma Pedrero

Desde el espejo

Son dos formas de mirar la vida. Unos, la mayoría, miramos espejo. Es decir, haciéndonos el centro del universo. Es el «yo, mí, me, conmigo»; es el absurdo sentir todo hacia uno. Si llueve malo porque me mojo. Si hay un hombre con una taladradora malo porque me molesta. Si gana el otro equipo, aunque juegue mejor que el mío, malo porque no es el mío. Es la tiranía del ego el que domina nuestra vida. El ego desorbitado que también juega malas pasadas en la autoestima exagerada. Me miro al espejo y me veo estupendo, grande, superior. Falso reflejo. Nadie es superior en todo, quizá en algo. Algunos en nada. Porque no se molestan en saber qué es lo que mejor hacen para dárselo a los otros. Un ego desorbitado lleva siempre a extremos maniacos. O soy divino o soy infernal. Un dolor. Otros más generosos miran ventana. Se levantan y en vez de regodearse en el espejo asoman la cabecita al aire de la vida. Quizá sí llueve ese día se alegran por el campo o la contaminación. Si hay una taladradora sonando piensan en el pobre infeliz que tiene que escucharla durante horas. Si pierde su equipo porque jugó peor se conforman. Esta gente vive con un don. Porque mirar y escuchar es lo que más nos está costando en esta época que vivimos. Escuchar no para responder, escuchar para saber, para entender, para animar. Y lo más curioso es que para llegar a esto, que se puede, primero hay que conocerse bien, hay que haber mirado mucho hacia dentro. Entonces, aburridos de nosotros mismos, nos ponemos en el lugar del otro. Y abrimos ventanas.