César Vidal

Educación y carácter

Cuando yo fui a la escuela, era común contemplar a criaturas que con catorce años –no pocas veces menos– ayudaban a sus familias a salir adelante lo mismo de aprendices de zapateros que de recaderos de Mantequerías Leonesas. También era sabido –los padres lo repetían hasta la saciedad– que suspender un curso constituía el camino directo para que te sacaran de estudiar y te pusieran a trabajar. Por añadidura, no eran pocos los progenitores que señalaban muy pronto que sus hijos no «valían» y que se apresuraban a buscarles el mejor empleo posible en un taller, una obra o una oficina. No pocos fuimos los primeros universitarios en la familia e incluso así vimos limitados nuestros estudios. En mi caso, la posibilidad de cursar un doctorado resultaba implanteable para la economía familiar porque tenía otro hermano y los cuatro que acabé consiguiendo ya tuve que írmelos pagando de mi bolsillo mientras trabajaba. También aprendí idiomas con discos y sin poder viajar o contar con un Erasmus. Pero, con todo, mi situación no fue de las peores porque gracias al pluriempleo –imagino que sumergido– mi padre pudo costearme el Bachillerato y las horas extra le permitieron hacer lo mismo con mi licenciatura de Derecho. Como el franquismo en sus últimos años acabó cediendo a la demagogia, la masificación en la Universidad me alcanzó y, al terminar mis estudios, el título ya no constituía garantía de encontrar trabajo. Sin embargo, salí adelante porque nunca creí que la sociedad me debiera nada ni tampoco me lo fuera a regalar. Por el contrario, siempre fui consciente de la deuda que tenía con mis padres y del privilegio que significaba estudiar. Para colmo, ni fui lo suficientemente viejo como para poder presumir de lucha anti-franquista –aunque yo a diferencia de muchos sí estuve a un pelo de ser condenado a prisión– ni lo suficiente joven como para recibir un diluvio de privilegios ni merecidos ni apreciados. No lo lamento. Las nuevas generaciones han recibido en exceso lo que no han sabido valorar y, de esa manera, se han llenado de ni-nis y resentidos. De poco ha servido el dinero gastado a manos llenas en Educación porque, a fin de cuentas, lo importante no son los fondos derrochados, la demagogia espolvoreada ni los discursos permisivos y tontilones. Lo auténticamente relevante para la sociedad y para el individuo es la formación del carácter y nuestro sistema educativo, para desdicha de generaciones enteras, no ha acometido esa tarea indispensable ni por aproximación.