César Vidal
EE UU, a la espera del «hecho biológico»
Las relaciones entre Estados Unidos y Cuba nunca fueron fáciles. El coloso del norte fue a la guerra contra España en 1898 fundamentalmente para evitar que Cuba se convirtiera en un estado emancipado de su control. No era para menos porque ya en 1820, Thomas Jefferson había contemplado Cuba como la «adición más interesante» para Estados Unidos; en 1854, se realizó la primera oferta para comprarla a España y entre 1878 y 1898 las empresas norteamericanas no dejaron de comprar bienes raíces en la isla. La «enmienda Platt» convirtió la isla en un protectorado norteamericano durante los siguientes 33 años en que las compañías norteamericanas controlaron el 60% del azúcar cubano y el 95% de sus exportaciones.
La situación cambió de manera radical con el triunfo de la revolución en 1958. Eisenhower reconoció al nuevo Gobierno, a la sazón enormemente popular, y entre el 15 y el 26 de abril de 1959, Fidel Castro visitó Estados Unidos e incluso depositó una corona en el Memorial de Lincoln. Sin embargo, en el curso de una entrevista con el entonces vicepresidente Nixon, Castro reafirmó su intención de hacer una reforma agraria. En unos meses, EE UU había dejado de comprar el azúcar cubano y de vender petróleo. En marzo de 1960, el carguero «La Coubre» estalló en el puerto de La Habana y perecieron 75 personas. Castro comparó el episodio con la voladura del «Maine» que había servido a Estados Unidos de excusa para declarar la guerra a España. Ese mismo mes, Einsenhower autorizó a la CIA el entrenamiento de refugiados cubanos para derribar a Castro. Cuando nacionalizó las propiedades norteamericanas y el 19 de octubre de 1960 Washington respondió prohibiendo las exportaciones a Cuba, Castro ya había tendido la mano a una Unión Soviética que podía proporcionarle, entre otros bienes, el necesario petróleo. A finales de 1960, fueron expulsados los diplomáticos norteamericanos Edwin L. Sweet y William G. Friedman bajo la acusación de «estimular actos terroristas». EE UU reaccionó rompiendo las relaciones diplomáticas el 3 de enero de 1961. Ese mismo año la CIA y el Pentágono intentaron que JFK invadiera la isla, pero el nuevo presidente se limitó a respaldar el desembarco en Bahía Cochinos después de que se le dijo que se produciría una sublevación popular contra Castro. En realidad, era una celada para que, una vez iniciada la operación, JFK autorizara una intervención armada norteamericana. JFK, sin embargo, no se dejó arrastrar. En los años siguientes, la lucha se desarrollaría en las sombras. La CIA puso en marcha el denominado Cuban Project e intentó asesinar a Castro ocho veces entre 1960 y 1965. Entremedias tuvo lugar la crisis de los misiles en 1962 que arrastró al mundo al borde de una guerra nuclear.
En 1963, JFK endureció el embargo contra Cuba. Castro intentó infructuosamente negociar en 1964 con el presidente Johnson, pero hasta 1977, durante la Presidencia de Carter, no se establecieron oficinas de intereses en las capitales respectivas. En 1980, Castro permitió que salieran de Cuba cuantos lo desearan en lo que se conoció como la crisis del Mariel. Entre los 125.000 que llegaron procedentes de la isla había no pocos enfermos mentales y delincuentes de los que se desembarazó Castro a la vez que docenas de espías. Al año siguiente, la Administración Reagan prohibió que los estadounidenses gastaran dinero en Cuba como parte de su estrategia de la guerra fría y como guiño al exilio. En 1985, Radio y Televisión Martí comenzaron a radiar con destino a Cuba. Todavía en 1992 y 1996, el embargo fue acentuado gracias a la Torricelli Law y la Helms-Burton Act que prohibían a las subsidiarias de compañías norteamericanas comerciar con Cuba y enviar dinero a familiares.
Pero ése fue el punto máximo del enfrentamiento. De hecho, el 24 de febrero de 1996, la fuerza aérea cubana derribó dos Cessna 337 sin armas que sobrevolaban Cuba causando la muerte de cuatro norteamericanos, pero no se produjo respuesta militar alguna de EE UU. En 1999, Clinton suavizó las prohibiciones de viajar a Cuba y, al año siguiente, incluso se entrevistó con Castro y le dio la mano, un gesto sin precedentes en los últimos 40 años. En 2001, las empresas norteamericanas comenzaron a vender alimentos a Cuba, a pesar de la condena de los cinco espías cubanos, y en 2002, Carter se convirtió en el primer presidente, retirado o en ejercicio, que visitaba la isla desde 1928. La relación volvió a deteriorarse con Bush e incluso el 10 de octubre de 2006, Washington anunció la creación de una «task force» para perseguir a los que violaran el embargo. Sin embargo, a esas alturas ya era puro anacronismo. Por mucho que Bush convirtiera a la dictadura cubana en uno de los Estados del «eje del mal», para millones de norteamericanos –incluso de origen cubano– el castrismo había perdido interés.
En 2009, Obama suavizó las sanciones contra Cuba y afirmó en la V cumbre de las Américas su deseo de iniciar unas relaciones diferentes. Las razones para el cambio eran no pocas. La dictadura castrista es un tema obligado en el exilio cubano de Miami, pero no tiene ya ese poder de sugestión incluso entre otros cubanos venidos recientemente a Estados Unidos. Por otro lado, los hispanos en general se resienten del trato de favor recibido por los exiliados que sólo tienen que poner el pie en una playa de EE UU para obtener la residencia. Por añadidura, no son pocos los que, como Hillary Clinton en sus recientes memorias, reconocen que el embargo ha sido un fracaso en la medida en que no sólo ha conseguido derribar a Castro sino que además le ha permitido encontrar una excusa para sus desastrosos resultados económicos. Finalmente, Washington quiere estar presente cuando se produzca el «hecho biológico» y el embargo lo ha colocado detrás de la UE e incluso de Rusia. Consideraciones morales aparte, los Castro no han sido los perdedores en un pugilato de más de medio siglo, pero Estados Unidos tiene mucho que ganar –votos de cubanos miamenses aparte– con el final del contencioso.
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