Restringido

Ejemplar administración

Los europeos han dividido el año en dos grandes categorías, el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio, el primero con más duración y el segundo de mayor interés. Esta norma universal está generalmente aceptada, aunque me caben dudas si ha sido asimilada por el ejército de funcionarios de las distintas administraciones españolas.

El mes de agosto es emblemático de la segunda categoría y la prensa se ocupa activamente del impacto emocional que produce el regreso de las vacaciones por excelencia. Lo que implica que septiembre es, a todos los efectos, un mes dedicado al trabajo.

Pues bien, voy a escribir, para el lector atento, la breve crónica de un suceso personal en el mes de septiembre.

Tenía que realizar una gestión en el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente –curiosamente la agricultura que se extiende por el medio millón de kilómetros de superficie patria no es suficiente por sí misma para un ministerio– y con el ánimo pronto me dirigí a la oficina que tiene encargados los asuntos que a mí interesaban. Era martes, 2 de septiembre y el edificio el que dicho Ministerio tiene abierto al público en la Gran Vía de San Francisco de Madrid.

Traspasado el arco que detecta a los terroristas que pasean por la ciudad con armas de fuego, me recibió un amable empleado de una compañía de seguridad a quien, después de mostrar mi documentación, le expuse el departamento que venía a visitar.

Confusión y desconcierto.

Dicho departamento está atendido, con la diligencia que merece, por un funcionario cuya sede está en el edificio principal del Ministerio sito en la plaza de Atocha, y como no tiene el don de la ubicuidad se encontraba tan ricamente sentado a su mesa frente a la estación.

Con la paciencia que la Administración aconseja a sus administrados, solicité entrevistarme con el funcionario sustituto del que tiene a su cargo dos despachos distantes más de un kilómetro entre sí.

Confusión y desconcierto.

No había sustituto y por lo tanto ni estaba ni se le esperaba.

Creo conveniente aclarar que, para no sufrir esperas ni desesperos, llegué, a la oficina pública en cuestión, a las 12:45 de la mañana, es decir cumplido un generoso margen de tiempo para que los funcionarios hubieran consumido su reglamentario «café de las once» que impone el metabolismo de quienes trabajan para el Estado y en servicio del pueblo soberano.

Soy español, mayor de edad y felizmente casado, esto es una persona normal, con estudios superiores y años suficientes para tener alguna experiencia, pues las condiciones expuestas no son suficientes para entender el mecanismo mental que rige los organigramas ministeriales. Estoy convencido de que se debe a una educación con graves lagunas que no me permiten comprender algo tan sencillo como que un funcionario adscrito al edificio de la plaza de Atocha despache con toda soltura los asuntos que se presentan en la Gran Vía de San Francisco.

Cosas veredes, amigo Sancho.

Se habla con preocupación de la necesidad de transparencia en la Administración, de la desconfianza de los administrados ante flagrantes casos de corrupción, de aforamientos y medidas disciplinarias.

¿No cabría también considerar la posibilidad de buscar eficiencia en los funcionarios? La seguridad de su empleo, solución inteligente para combatir la costumbre de cierto momento histórico, por el que quedaban cesantes a cada cambio gubernamental con la consiguiente paralización de la cosa pública, ha desembocado en ineficacia en su labor por falta de incentivo en el trabajo. Las oficinas públicas son lentas, no están abiertas por la tarde y toda la vida social se entorpece por ello.

¡Y todavía hay quien se asombra porque se privatizan sectores que la Administración es incapaz de conducir adecuadamente en beneficio de los ciudadanos a quienes sirve y representa!

Bien está que la justicia persiga y condene a quien malverse, o peor aún, se lucre, con caudales de todos, bien está que se regule y limite el número de aforados, bien está que la honradez más acrisolada adorne a quienes se ocupan de las distintas áreas de poder, bien está que disminuya la cantidad de funcionarios que las comunidades autonómicas han hecho crecer a impulso de los sufragios; todo eso y más es deseable, como también lo sería que la Administración, todas las Administraciones, se concienciaran de que su misión consiste en facilitar la vida de los españoles.

Bastante prueba supone para los heroicos españoles convivir con la desesperante circulación rodada de las ciudades, con la seguridad en los aeropuertos, con las chanclas y perfumadas camisetas del verano, con que llueva los fines de semana y haga calor en verano. Convénzanse las autoridades de que sus compatriotas no necesitan mayores sacrificios para purificarse, que ya son puros sin ayuda de ellos.