Ángela Vallvey

El amor

Como todos, me siento conmocionada por la muerte de la pequeña Asunta. No dejo de pensar en esa chiquilla de rostro decidido e inteligente que sobrevivió a un orfanato chino para acabar siendo asesinada en España tras una corta vida. No cometeré aquí la liviandad de erigirme en juez de sus padres: la justicia dirá si ellos son o no los culpables de su muerte...

Pero si lo fueran –una terrible, desdichada suposición–, la pequeña habría sido traicionada por dos parejas de progenitores: la que la abandonó en China, donde nació, y la que la adoptó y la trajo a España para luego desecharla, muerta, en el bosque. Ninguna criatura merece tener un destino tan trágico como el de Asunta. Dos veces traicionada por quienes debieron cuidar de ella, de su vida, por aquellos que se supone que debían amarla. Según San Lucas, Jesús se refería a la Magdalena diciendo que «sus muchos pecados le serán perdonados porque ha amado mucho». La capacidad de redención del amor es inconmensurable. Así lo creía Platón, Virgilio, Dante, Lope de Vega... Lo dicen las canciones, los poetas y los análisis químicos. Amar es la dicha que lava más blanco al corazón. Una niña que hubiese sido amada, bien amada de verdad, probablemente no habría terminado acurrucada en una pista forestal, como un animalillo doméstico que ha dejado de hacer gracia en una casa habitada por gente siniestra, por parientes de la muerte.

Asunta ha dejado de ser huérfana: ahora es la hija de cualquier padre que ame. Quien no cuida de sus niños tiene vacía la alacena del alma, carece de aquello que nos hace humanos. Da igual que los hijos sean adoptivos o naturales. La filiación, ser hijo de alguien, no es una cuestión de ADN compartido, sino de simple amor.