Ángela Vallvey
El arte de la prudencia
Es verdad lo que aseguraba Anatole France: no hay gobierno que sea del todo popular -dicho sea aquí sin retranca-, porque gobernar es crear descontentos. Y si bien es posible que casi todos los gobiernos gocen de cierto crédito, por mínimo que fuere, cuando se estrenan, a Mariano Rajoy se le ha juzgado con severidad desde el primer momento.
Las críticas más agrias hacen alusión a su aparente pasividad, a su supuesta falta de decisión, a su pachorra, a su galleguismo de miras, a su manía de no buscar el enfrentamiento, a su morigerado estilo de funcionario de provincias. Mientras se oye al personal desgañitarse, Rajoy se limita a alzar la ceja y a recorrer Europa como un modesto viajante que lleva a España en la cartera, envuelta entre paños. Y eso, claro, no se entiende bien porque el español, por lo común, es muy de la Unión Española de Explosivos Río Tinto más que de la Unión Europea, muy de pegar el reventón, y más bien propicio a los desahogos verbales, a los desafueros que se han trocado en fueros andando la historia. Todo español que se precie lleva dentro de sí una brasa (una brasa ideológica, emocional, étnica, futbolística, etcétera...) que se aviva hasta convertirse en llamarada a poco que uno tuerza una esquina y no le guste la dirección en que sopla el viento. Por eso, en comparación, la barba imperturbable de Rajoy saca de quicio a muchos. Especialmente a los que desearían que el presidente actuara a palos y a pedradas igual que un personaje de «Aldea Perdida», de Palacio Valdés.
El español, que tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca, puede que no entienda a Rajoy porque parece que don Mariano no se inmuta. Y es verdad que España está patas arriba y que el español cabal y honrado -la inmensa mayoría-, el padre o la madre de familia que se bandea como puede para llegar a fin de mes, tiene derecho a quejarse en tono alto. Qué menos. Pero la intemperancia se la puede permitir el ciudadano, el contribuyente. Un gobernante jamás debe pecar de liviandad, de exceso o destemplanza. Y ya se ve que Rajoy de eso no peca.
Así que... ¿Y si luego resulta que lo que creíamos timorato en Rajoy es simple moderación? ¿y si su indecisión fuera prudencia? ¿y si su falta de osadía es sensatez? Pues, que yo sepa, aunque al parecer estábamos «condenados» al rescate, van pasando los meses y, a la chita callando, España consigue financiarse en los mercados, las exportaciones van viento en popa y el temido rescate no se ha producido hasta la fecha. Incluso la escalofriante prima de riesgo -aunque a trancas y barrancas- va bajando.
¿Y si al final Rajoy ha leído a Baltasar Gracián y su «Arte de la prudencia»? Por cierto que Gracián también vivió una época convulsa, más que la nuestra, que le llevó a escribir: «Todo va de mal en peor, el único consuelo es que la reina está felizmente preñada». España y Portugal se separaron por entonces (1640), terminó el dominio español en los Países Bajos y había un bonito lío en Palamós.
En nuestra tradición judeo-cristiana, la prudencia es un valor moral importantísimo, producto de la razón práctica, que sirve para ordenar las pasiones y orientar la conciencia. A muchos les incomodan los silencios de Rajoy, pero decía Gracián que «es el recatado silencio lo más sagrado de la cordura. La voluntad declarada nunca fue estimada y si es publicada antes de su ejecución, da tiempo a ser cuestionada». Reprochan a Rajoy que se muestre «tibio» con los nacionalistas catalanes (que afilan los nervios de los nacionalistas españoles). Pero decía Gracián: «Actúa menos cuanta más pasión sientas; es un modo sutil de ahorrarte disgustos y, más aún, de evitar que se afecte tu reputación». Le critican a Rajoy que no pida el rescate de una vez, que «se lo esté pensando mucho». Pero decía Gracián: «Disimula los defectos de tu país, que con ello consigues plausible crédito entre tu gente»...
Pues eso: crédito. (Ójala lo consiga. Por España, digo).
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