Alfonso Ussía
El cursi de Venecia
El talento literario de Andalucía es como la nieve del Kilimanjaro. Siempre ahí arriba, permanente y sin ocultarse. Mi ambición se limita a poder escribir como un andaluz. Aquellos Villalón, los hermanos Cuevas, Halcón, Muñoz Rojas, Aquilino Duque, Alfonso Grosso y el sorprendente Garmendia. Y los de hoy y siempre, Antonio Burgos, Ignacio Camacho, Carlos Herrera, Manuel Alcántara y... Francisco Reyero, que acaba de publicar un libro formidable, «Cuerpos Celestes», el retrato leve y profundo de las estrellas de cine, los gobernantes, los vividores y los golfos bohemios que viajaron por Andalucía y allí dejaron sus buenos y malos recuerdos. Esa transformación del estrellato al estrellamiento, del ser intocable y amado que protagoniza a los héroes del cine al actor simplón, o simplemente borracho, o grosero, o tonto, que se comporta como un necio amparado en la imaginación de los ingenuos. También los grandes, que jamás decepcionan, en su versión artística y en la humana. Un libro para leer en las tardes otoñales que se avecinan al calor de la chimenea. Sólo un defecto, del que no es culpable el autor. No aparece George Clooney, que para bien de Sevilla, ha elegido Venecia para casarse con una alabarda. Como si fuera original casarse en Venecia. Algo de responsabilidad adquirida tienen en ello Natalia Figueroa y Raphael. Como decía Antonio Mingote, testigo de la boda. «Si yo los quiero mucho, ¿pero qué me dices de esa modita de casarse tan lejos cuando ni uno ni otro son de Venecia?».
Venecia es un prodigio, pero mal interpretada, es una cursilería. Esa góndola navegando bajo el Puente de los Suspiros. Esa «Riva» rompiendo en dos olas las aguas del Gran Canal. Esa Plaza de San Marcos, con las terrazas más caras del mundo y decenas de miles de palomas, ratas del aire, a las que cualquier persona sensible desea fervientemente disparar con una escopeta mientras saborea un «martini». Novios que viven en Hollywood y se casan en Venecia son, ante todo, unos cabrones con pintas, que obligan a sus invitados a volar sobre los océanos para asistir a una ceremonia tan normal como es una boda. Clooney, el Cursi de Venecia.
El barco en el que navegó por el Gran Canal se llamaba «Amore». Lástima de ausencia de tiburones blancos en las nauseabundas aguas de aquella maravilla. Él, guapísimo, se creía su propia película. El guionista, también Clooney, no reparó en el impacto social que causaron sus públicas palabras mientras miraba a los ojos de su espingarda, la señorita Alammudin, que manda narices. «Te amo hasta la muerte». La señorita Alammudin, altísima y estilizada, no tiene muslos. Le llegan las pantorrillas hasta las caderas, y necesita –se lo recomiendo a Clooney–, un largo proceso de engorde. No deseo figurarme escenas prohibidas, pero aún menos, sangrientas, y una posesión apasionada de la señorita Alammudin puede terminar con el rarito Clooney en un hospital a orillas del Adrático. Esos huesos puntiagudos son como el alfange que portaba Alec Guiness interpretando al Gran Jeque en «Lawrence de Arabia». Y ese riesgo y sufrimiento en Venecia, a miles de kilómetros de sus hogares y después de navegar en una «Riva» llamada «Amore». Para mí, que ese matrimonio va a durar menos que la consulta de Mas.
Lástima, Paco Reyero, que no haya caído esta pareja tan poco interesante en tus manos. Habrías hecho todo para dotarla de interés. Claro, que para eso tendrían que haber elegido Sevilla, y no Venecia, como punto de encuentro. Sevilla, ahí tan a mano, la gran ciudad de la belleza desmedida y donde el amor se despacha intensamente con un simple «Te quiero, pisha».
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