Alfonso Ussía

El cursi del esmoquin

La Razón
La RazónLa Razón

Marcelino Camacho, fresador en la «Perkins», comunista y sindicalista de verdad, honesto a carta cabal y con veinte años de preso político a sus espaldas, se presentaba en el Congreso de los Diputados con chaqueta y corbata y en el Sindicato con su jersey «camacho», bautizado así en su honor. El «camacho» es jersey de lana tosca con cremallera en el cuello, custodio de un sudor obrero macho y valiente. Leopoldo Calvo-Sotelo puso de moda el «bermoldo», el traje de baño «bermudas» que llegaba hasta las rodillas, siempre mirando de arriba hacia abajo. Fraga Iribarne el «Palomares», un «Meyba» de anchura y vuelo aparatosos dotado de un dispositivo antinuclear que en su caso, dio resultado. Felipe González la chaqueta de pana y Alfonso Guerra el pantalón pitillo con ensanchamiento terminal. El Conde de Motrico, José María de Areilza, no se separaba de sus elegantes trajes oscuros con raya diplomática. Decía Santiago Amón que Areilza era tan elegante que al pronunciar «sí» ponía labios de «oui». Antonio de Senillosa, el «Seni», fue el penúltimo de los «dandys», y se adornaba con complementos chocantes, como si terminara de comer con Oscar Wilde, Baudelaire o el Edgar Neville de su etapa en Hollywood. Adolfo Suárez, siempre bien vestido,no destacaba en ese aspecto, y el más atinado en las combinaciones era Sagaseta, un personaje original, separatista canario. «Tiene la palabra el señor Sagaseta», anunciaba el presidente del Congreso. Y descendía Sagaseta hacia la tribuna mientras se aglomeraban los diputados para abandonar el hemiciclo. «Indesentes», mascullaba el patricio insular.

Luis Gómez Llorente, honesto socialista, vestía de profesor, y Aznar no había encontrado aún su bufanda hasta los pies. Pero ninguno posaba para «Vanity Fair». Han cambiado mucho las costumbres.

Entre las diputadas, Carmela García Moreno se llevaba la palma del atractivo, y Cristina Almeida no se subía a aquella palma. Pilar Brabo, así con doble «b», puso de moda el escote amplio sin sujetador, y la imitaron algunas periodistas y fotógrafas que cubrían la información parlamentaria. Una de ellas, bastante basta y con un horrible acento, se lamentaba con un diputado anodino en los pasillos: «Voy como Pilá pero no se me ven loj pezóna». Y don Enrique Tierno consolaba su angustia mientras Pilar Urbano rezaba por todos. Pero no existía todavía, o al menos a España no llegaba, el «Vanity Fair».

Hoy, el grosero que acude a ver al Rey vestido de senderista, el diputado que ordena a sus gañanes que desprecien al Rey cuando éste inaugura la Legislatura, el mismo que se pone un esmoquin para asistir al guateque de los subvencionados después de lavarse las coletas, ha posado para «Vanity Fair» con otro esmoquin. El estalinista del esmoquin. Está calculado y medido. Así, sus seguidores se felicitan por su grosería con el Rey y su posado para «Vanity Fair». Porque un posado de esos conlleva una preparación meticulosa. Un paso previo por la peluquería, el maquillaje y la toma de medidas del sastre. Una prueba posterior y la sesión fotográfica, que acostumbra a ser un tostón. Para colmo, el resultado ha sido muy modesto, por no escribir que desastroso. El esmoquin de Iglesias en «Vanity Fair» parecía diseñado por Errejón, para hacer daño. Tuve la oportunidad de hojear el desdichado número en la sala de espera de un reputado traumatólogo. Y después de visitar al doctor, adopté dos decisiones. Que me sometería, en breve, a una intervención quirúrgica en el menisco derecho, y que «Vanity Fair» lo iba a comprar la tía abuela de «Vanity» y la sobrina tonta de «Fair».