Abel Hernández

El debate

Hace tiempo que en España los debates sobre el Estado de la Nación sirven sobre todo para la teatral representación de la discordia, con luz y taquígrafos, entre los principales líderes políticos, pensando en el impacto mediático de sus ocurrencias, gestos y descalificaciones. Se trata ante todo de convencer y aglutinar a sus propios seguidores. Si hay elecciones a la vista, como ocurre este año con los comicios europeos de primavera, el intento de movilizar a los indecisos de cada bando se nota mucho más. La gente se da cuenta. Y este estilo, más o menos demagógico y mitinero de hacer oposición, lo que genera en la calle es un mayor descrédito de la clase política. O, cuando menos, una mayor indiferencia. De nada ha servido, en este caso, el optimismo razonado del presidente del Gobierno sobre la situación económica, que contrasta aún con los apuros de las familias, y su retahíla interesante de estímulos al empleo en busca de un cambio de ciclo si los de la oposición se han encargado de desautorizarlo sistemáticamente, apelando a los sentimientos primarios de la calle. Se ahonda así, por unos y por otros, en la idea de las dos Españas –la oficial y la real–, cada vez más irreconciliables, y en el desprestigio del Parlamento.

Puede que este debate, si hay que sacar algunas conclusiones de fondo, haya servido para volver a deslindar el terreno entre la derecha y la izquierda. El PSOE de Rubalcaba –a la fuerza ahorcan– radicaliza sus posiciones, como demuestran su ignorada matraca abortista y su recuperado recurso a la lucha de clases, aunque sea matizado, para evitar que le coma el terreno Izquierda Unida. Y gran parte del esfuerzo dialéctico de Rajoy consiste en demostrar que le interesan sobre todo las clases medias, de natural centristas, tan vapuleadas por la crisis. Tanto uno como otro han confirmado que son dos magníficos parlamentarios. A mí me parece que queda claro que Rajoy tiene más porvenir político que Rubalcaba, aplastado éste por la oscura carga del pasado. Por eso las apuestas apuntan a que éste será seguramente su último gran debate. Es normal que se agarre como a un clavo ardiendo a las próximas elecciones europeas antes de que lleguen las imprevisibles primarias de su partido. Como contraste, Mariano Rajoy ha aparecido, o me ha parecido a mí, más suelto, ufano y seguro que nunca. ¿Quién dice después de esto que no habla, que no explica, que no actúa? Una simpleza más al descubierto.

Otra conclusión es la reafirmación básica del bipartidismo reinante. El resto de los que han subido a la tribuna de oradores han quedado como actores secundarios, actores de reparto, cada uno con sus peculiaridades más o menos interesantes o despreciables. Previsiblemente, las dos grandes fuerzas ganarán posiciones a las encuestas durante la campaña electoral, porque tendrán muchos más medios y más presencia. La campaña se bipolarizará en Rajoy-Rubalcaba. Sorprendió el duro maltrato mutuo entre Rajoy y Rosa Díez, del que ésta resultó malparada. Duran Lleida es un gran político, al que hay que tener en cuenta, que ejercita con elegancia un papel de mediación para que Cataluña no se vaya de las manos. Su difícil equilibrio es meritorio, pero por ahora insuficiente. Y Cayo Lara es el heredero de un comunismo arqueológico, vestido hoy de carnaval con ropajes de la calle. Me parece un político oportunista de vuelo corto. La cruel batalla que se avecina es entre las dos izquierdas.