Manuel Calderón

El día que Hitler estuvo en el Savoy

Pocos hay en este oficio capaces, o con cualidades, para evitar la tentación de enredarse en la literatura política, una sintaxis bastante limitada porque cada oración es cavar una trinchera, lo que te debe poner los pies perdidos de barro, lodo o cieno, así sea la entrega del escribiente al faraón. Tengo delante «Charlas de nunca» (Ézaro), de José Luis Alvite, colección de entrevistas a personajes que con solo citar sus nombres los cíceros bailan charlestón: de Jesucristo a Sinatra, de Franco a Stalin, de Al Capone a Marlene Dietrich, de Bukowski a Billy Wilder. Están escritas desde la barra del Savoy, sin pasar por el jefe de prensa ni por cuestionario previo, y sin grabadora, que son las mejores porque luego al transcribirlas sólo se oyen carraspeos. Recomiendo su lectura y darle una calada honda hasta que dé cosquillas en el pecho. Lo bueno es que los entrevistados están todos muertos, y algunos con dos balas en la cabeza, incluso embalsamados y desaparecidos, y no cabe la réplica, que considero además innecesaria porque todos quedan bastante bien en el papel que la historia les ha asignado. Cuando Alvite, por ejemplo, le pregunta a Hitler a quién hay que culpar de la mala imagen del Holocausto y éste responde con sensatez (y tal vez carraspeo) que sólo les dijo «a las SS que había que contener demográficamente a los judíos», simplemente le está quitando la pasión, que enciende los sentidos y embota el entendimiento, males de todo cuanto nos pasa. La sensatez es una virtud que no hay que negar a los canallas. Ni a los cínicos. Cuando se citó con John F. Kennedy abordó con toda franqueza un tema espinoso en la vida del presidente, quién sabe si conocedor de su destino, y fue el de elegir entre Jackie o Marilyn. El mismo JFK se lo dijo a su esposa: «La diferencia entre vosotras es que Marilyn tiene corazón, y tú, cariño, tienes agenda». Sólo Alvite pudo estar allí para escribirlo.