Alfonso Ussía

El genio elegante

La Razón
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Mi juventud encontró en Leonard Cohen un aire nuevo. El genio elegante, el poeta, el compositor, el intérprete de las dos voces. En ocasiones, la armonía del cansancio. Intenté imitar a Cohen y me salió Leonard Coñen, una caricatura grotesca. Entre el «Suzanne» de «Songs of Leonard Cohen», al «Take This Waltz» de «I’m Your Man», pasando por el estallante «Hallelujah» de «Various Positions», la evolución de su voz es estallante. Del agudo de su primer disco al grave del último, con la voz ya quebrada y un algo quejosa en su compenetración con García Lorca. En mi opinión, mucho más grande, y ya es decir, que Bob Dylan. Entre otros motivos por la calidad humana del elegante judío canadiense en contraste con el desconcierto vital del último Nobel de Literatura. Dylan escribió muy notables poemas para adaptarlos a sus canciones, en tanto que Cohen trazó con anterioridad sus versos para que su música se adaptara a ellos.

En Leonard Cohen todo era grande. Su nariz hebrea, su oscuridad estética, su medida enfrentada a la extralimitación. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias en el Teatro Campoamor de Oviedo, su elegancia superó todas las barreras. Una elegancia anímica y artística que llenó de emoción a todos los presentes y a los que seguimos desde la distancia las imágenes y el sonido de la ceremonia. Para los españoles que se sienten y viven como tales, las palabras nobles y sencillas de Leonard Cohen nos llegaron al alma. «Esta noche he venido a expresar otra clase de agradecimiento. En medio de la tarea de hacer las maletas, sentí la necesidad de ir a ver a mi guitarra, hecha en España, en Madrid, en el gran taller de la calle Gravina. Respiré el perfume de la madera de cedro y una vez pareció decirme: Ya eres un hombre viejo, y no has llevado tu agradecimiento al suelo que nutrió esta fragancia». Porque un día, a principios de los años sesenta, vi a un joven tocando la guitarra. Estaba tocando flamenco. Me cautivó. Me encantó como lo hacía y le pedí que me enseñara a tocar como él. Era un joven español. «Te voy a enseñar unos cuantos acordes», me dijo. Le respondí: «No hay forma de que yo pueda hacer algo así». Entonces acomodó mis manos, colocó la guitarra en mi regazo de la manera correcta, y me abrió la luz con esa progresión de seis acordes que son la base de muchas canciones del flamenco. Ahora revelo lo que antes jamás dije en público. Esos seis acordes, esa progresión de guitarra, han sido la base de todas mis canciones y toda mi música. Todo lo que ustedes juzgan digno de mi trabajo, proviene de este lugar. Todo los que ustedes han juzgado digno en mis canciones y en mi poesía, todo, está inspirado en esta tierra. Por eso les agradezco tanto su cálida hospitalidad. La generosidad que han mostrado por mi trabajo, cuando este trabajo realmente es a ustedes a quienes pertenece».

Explicaba en una entrevista el elegante judío canadiense que se pasaba horas y horas contemplando su guitarra española, de cedro español nacido en el suelo de España. Y que le asombraba su juventud. Notaba el paso del tiempo y de los años en su cuerpo, en tanto que la madera de su guitarra rejuvenecía todos los días. La madera, de morir, sólo lo hace en el árbol. Fuera de él, vive para siempre. «Me veo insignificante ante ella. Todo lo que le exijo, lo hace, y me obedece, pero en el fondo siente compasión hacia mí. Son muchos los años que hemos vivido juntos, y cuando yo me vaya, ella se quedará». Y así ha sido. Cohen se ha ido y su guitarra española se ha quedado, pero sin Leonard Cohen abrazándola también se habrá muerto un poco, sin estridencias, con la misma elegancia y arte de su dueño dormido.

Israel le dio la sangre, el músculo y el talento. Canadá la vida, la paz y la cuna. España, la madera y los seis acordes del flamenco. Es bueno y justo despedirlo como a uno de los mejores de los nuestros.