Cristina López Schlichting

El higo

Hace poco, en un Spa en Aranjuez al que fui con mis hijos, casi me hinco de hinojos para alabar al Altísimo. Me refrené porque tenía a una sueca en cueros a mi derecha y a un señor en albornoz a mi izquierda, que hubiesen llamado inmediatamente a los de la camisa de fuerza. Pero es que estaba en mi tumbona, relajándome en una preciosa sala que variaba de color, cuando se pasó de forma muy elegante de la música chill-out a los mantras asiáticos y finalmente al canto del «Veni Creator» en cadencias gregorianas.

Como servidora hizo media carrera de Filología, imagínense la sensación de escuchar en bañador: «Ven Espíritu Santo, fortalece nuestra carne débil, aleja al enemigo, danos tu paz y condúcenos a evitar todo cuanto sea nocivo». Yo miraba mis muslos fláccidos y pensaba en la debilidad de mis carnes y en la necesidad de abandonar la nociva grasa. Supongo que al señor que programaba el hilo musical le sonaron tan dulces los monjes de Silos como Enya y ni se planteó las ganas de arrojarse de rodillas que experimenta un cristiano acostumbrado a cantar el «Veni Creator» en Pascua.

La ignorancia del latín no sólo es grave en materia religiosa. Puede ser letal para regentar un balneario. Y muchas más cosas: si un americano te dice que ha tomado una decisión «impromptu» has de saber que lo ha hecho de improviso. Y si un alemán del sur o un austriaco te dice «servus», no te está llamando «cerdo» en andaluz, sino que utiliza una voz latina medieval para darte el saludo más cariñoso. Saber latín y griego nos revela nuestros orígenes, permite dominar la lengua y facilita aprender idiomas. Hacer Derecho o Medicina es mil veces más fácil con conocimientos de latín, evita faltas de ortografía y amplía el vocabulario. La diferencia de un hombre que escribe «psicólogo» y el que pone «sicólogo» es que el primero se refiere al «especialista en la mente» y el segundo ignora que sicólogo, sin «p», significa «experto del higo».