Alfonso Ussía
El koala
Una mañana de invierno crudo, en una vieja taberna de la calle Echegaray, «La Venencia», Santiago Amón me presentó a un teósofo. El teósofo llevaba largo tiempo trasvasando delicias etílicas de las copas a sus adentros, y no acertaba a explicarme el alcance e intensidad de su teosofía. Se creía iluminado por una divinidad que le había reservado un lugar de honor en la teosofía de la reencarnación del ser humano en otra criatura irracional de la naturaleza. «Tú, cuando mueras –me aseguró– tienes muchas probabilidades de renacer pingüino». «¿Y yo?», preguntó Santiago. «Tú no estás todavía definido. Desconciertas. Pero si tuviera que aventurarme, y tú quieres que me aventure, serás más allá de tu primera muerte una criatura poética, una luciérnaga». El teósofo, que respondía al nombre y primer apellido de Ramón Quiralta, había compartido con Santiago Amón un año de Seminario, y sus superiores le comunicaron al término del curso que aún pudiéndose equivocar, su futuro no se hallaba en el seno de la Iglesia. Quiralta desapareció sin pagar, hasta que una mañana de los primeros días del año, Santiago Amón me llamó. «Ha fallecido el teósofo. Acompáñame a su casa. Deja viuda y siete hijos».
Algo había leído, en algún periódico, de la muerte de otro teósofo.
Me confirmó el hecho, años más tarde, el gran Jaime Campmany. El teósofo de Campmany gozaba de un apellido muy lírico. Rosso de Luna. Él y su familia, también teosófica, creían en la metempsicosis, es decir, en el paso de las almas de los muertos a un animal. Y envió a un periodista al hogar de Rosso de Luna para que captara el ambiente y redactara una necrológica. El periodista se apresuró a acudir a su cita con el teósofo de cuerpo yacente, y se encontró a la familia bailando. Entre los imponentes cirios, sobre su catafalco, dormía su reciente muerte el teósofo Rosso de Luna, mientras sus familiares descorchaban botellas y danzaban alegres y juguetones. No obstante, era un periodista educado que había entrado en un hogar de luto, y como mandan las normas de la buena educación, se acercó a la viuda para transmitirle su sentido pésame. Ella se lo agradeció con una sonrisa clara y abierta. «–Gracias, pero nosotros no estamos tristes. Al contrario, nos sentimos felices. Ya hemos tenido noticias suyas y se encuentra admirablemente. Está de gallo en Madagascar».
Esta historia me llegó años más tarde de la visita al hogar de Ramón Quiralta, y no es del todo diferente. Santiago Amón, el genio de la Cultura –la suya era de mayúscula–, apenas conocía a la viuda del teósofo. No bailaban, pero el ambiente era de sano jolgorio. Para justificar mi presencia, me presentó como efímero amigo del fallecido e interesado en la teosofía. La viuda, adorable, me decía cosas picantes y paseaba sus manos por mi entonces, cuerpo casi perfecto, a excepción de las orejas. «Ramón ya no tiene celos. Ramón desea que yo sea dichosa». Los niños pequeños jugaban con un tren eléctrico y los mayores aparecían relajados y contentos. Nos acercamos al cuerpo de Quiralta, ya sin alma y sin celos.
Y como en la anterior contingencia, la viuda nos reveló la situación del difunto. «Se está acostumbrando poco a poco a su nueva alimentación. Pero es muy perseverante y lo conseguirá pronto. Está en un lugar de Australia, de koala».
Rezadas unas rápidas oraciones ante el cuerpo del nuevo koala, y superando la resistencia de la viuda a nuestra marcha, abandonamos el hogar mortuorio del teósofo borrachín, con un cúmulo de risas ahogadas en nuestros cuerpos que nos impidió, durante minutos, dirigirnos la palabra.
Nos presentamos en «La Venencia» para brindar por su nueva vida de koala, y llegamos a la conclusión de que habíamos vivido unos momentos únicos e irrepetibles de nuestras vidas.
Sólo deseo, para este nuevo año, que transcurra con normalidad, que no sea peor que el año terminado, y que en el próximo enero no me halle en los hielos de pingüino, en los eucaliptos de koala o en Madagascar de gallo. Sería muy de agradecer.
✕
Accede a tu cuenta para comentar