Pedro Narváez
El paro y un huevo frito
Confesar que el único arte que se domina en los fogones es freír un huevo comienza a ser motivo de vergüenza. Las modas imponen categorías sociales más allá de los bolsillos y ahora uno es un paria si no conjuga alcachofas con salsa de sésamo o alguna otra barbaridad de ese estilo. España cocina a fuego lento la dictadura del chef que convierte la gula en burla y el gusanillo del estómago en una letal serpiente de cascabel. La cocina es el nuevo diseño y hasta en Cádiz ya hay un restaurante de postín que llama tempura al pescaíto frito en una nueva expansión del imperio de lo cursi que arrancó cuando a los calzoncillos se les empezó a llamar bóxer como si éste último no escondiera vergüenzas sino la nada eunuca del novio de Barbie. Una vez despedido a Alfredo Landa, el único que sigue llevando calzoncillos en la tele es Bob Esponja porque a Bart Simpson lo dejaron directamente en pelotas.
En España antes se cocinaba el Cis pero ahora se sofríen de las primarias socialistas a la consulta soberanista y llegará el día en que Barack Obama se presente con gorro de cocinero preparando una receta vegetariana a la dama del Capitolio que en otra de las contradicciones del lánguido matrimonio ha confesado su «adicción» a las patatas fritas porque ahora si algún manjar con algo de grasa nos gusta mucho significa que somos yonquis. No hay adictos a la lechuga por mucho verde que engullan. Encallado el proyecto político, la cocina es ya la mejor vertebradora de España. Millones de espectadores siguen los programas culinarios, entre otras cosas porque luego no hay que fregar los cacharros, que es lo que hace falta. El paro cede. Eso es freír bien un huevo. Lo demás son tempuras.
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