José Jiménez Lozano
El recuerdo de un Edén
En realidad, si la historia humana está ahí, es porque los hombres comenzaron por defenderse de la naturaleza, y luego fueron dominándola poco a poco por las necesidades mismas del vivir, y, finalmente, para el refinamiento de ese vivir mismo. Pero podríamos decir también que el espacio de ocio semanal o veraniego supone la misma remembranza de un Edén que se estrenó con el mundo y luego se ha perdido pero del que podemos levantar figura, para poder peregrinar hasta él, y restañarnos los esquinazos del vivir.
En principio, la relación humana con la realidad, es la misma ciertamente de aquella situación en la que se encontraban quienes por la Piel de Toro viajaban en el siglo XVII y bastante después, que, al llegar a una posada o venta, leían un invariable aviso: «El viajero encontrará aquí lo que traiga». Exactamente como, cuando estamos en el mundo, éste no va a ofrecernos absolutamente nada que nosotros no llevemos ya dentro, y con lo que ya, desde generaciones, se ha sido confirmado aquél; y lo menos que podemos esperar es que los hombres no renunciarán, sin más, a su humanización y no se encaminarán de vuelta a neandertal, o a la luchas de la naturaleza misma, a la mera etología. Porque, como avisaba Stephen Wizinczey, hay ya demasiadas personas agradecidas, «a cualquier simplificador que les diga que se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o una bandada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare, o que la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas o el estudio de insectos que llevan sobre sus diminutas alas todo el edificio de la Sociobiología».
Entonces, cuando nos creíamos que estábamos construyendo un paraíso como plenitud de la historia, nos hemos percatado de que allí no habrá ríos, ni árboles, ni animales, porque aire, mar y tierra han sido polucionados, o se retraen y extinguen. Y que, en cuanto el hombre ha renunciado a la memoria del Edén, ha construido el mundo como un mineral cristalizado, una vieja tumba de cristal con semovientes en su seno, según la aprensión de Hegel.
La idea del Edén en la historia es inseparable del anhelo humano de un jardín y un estar en vacación en él; desde el «hortus conclussus» o jardín cerrado, o los huertecillos o patios caseros cuajados de macetas y una higuera donde cantan los pájaros, a los enigmáticos jardines de «El sueño de Polifilo».
Y ellos son hasta la medida de la realidad, cuando comprobamos que la gigante sequoia y la humilde artemisa cuentan su tiempo por lustros y siglos; y un loro o cacatúa, como aquellos de los que nos habla Chateubriand, puede repetir palabras que ha aprendido de habitantes de hombres ya desaparecidos mucho tiempo atrás. De manera que la depredación de la naturaleza es una consecuencia de las supersticiones economicistas de los dos grandes y siniestros totalitarismos del siglo XX, cuya pestilencia todavía respiramos.
«Por mi mano plantado tengo un huerto», decía el Maestro fray Luis de León, en un hermoso verso; y su mirada poética era, a la vez, la de sus antepasados campesinos y la del imaginario poético horaciano, sobre la naturaleza que acoge. Esto es, el campo del hombre del campo, y también el «hábitat» de la planta que allí ha nacido porque sí y del animal que allí vive.
Es decir, el hombre entra en la casa de la naturaleza, y acomoda allí sus ojos para ver, oír, y sentir. Es también un Edén, y, ciertamente, icono y símbolo, y realidad más próxima que cualquiera otra del Edén primigenio; el Edén o gran «ínsula extraña», que, cuando los españoles descubrieron América, creían haber encontrado. Porque el hombre precisa maravilla de verdor y agua para poner allí sus ojos y contentar su ánima, y, cuando los encuentra en una naturaleza como recién nacida y gobernada por mano cuidadosa, le parece regresar al Paraíso.
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