Pedro Narváez

El Rey y los reyezuelos

Al Rey de todos los españoles hay quien no le perdona a diestra y siniestra ser exactamente eso, el Rey. Si aparece con muletas dicen que urge preparar una reforma de la Constitución porque el primero de todos nosotros no se tiene en pie, o, los más punkis, solicitan directamente su abdicación que para qué se van a andar con circunloquios. Si la revista «¡Hola!» lo retrata elegante y con buen aspecto apelan al Photoshop de la Monarquía, una institución, argumentan, necesitada de maquillaje, ya se sabe que los demás no perdonan las ojeras ajenas y las cicatrices a la vista. Algunos comentaristas tienen las metáforas en el cajón como las letras los antiguos linotipistas y las van sacando según convenga. El objetivo es destronarlo, al Rey y luego a su Heredero, sin compasión y con torpeza. Hay políticos y periodistas que lo más transparente que ven cada día es el agua que beben. Esos mismos se atreven a pedir a la Corona que haga las obras que no hacen en su casa. Cayo Lara sabe de lo que hablo. Entiendo que se lo calle, ya sea en blanco y negro o en tricolor. No encuentro entre los gestores de hoy ninguno que tenga autoridad moral o esa altura de miras del Rey y su generación, los padres que construyeron una Nación y la dejaron en manos de unos niños malcriados que quieren hacer de La Zarzuela un castillo de arena que acabe desmoronado en la próxima pataleta y que sólo se miran su ombligo, el centro del mundo. Pero España no es sólo un ombligo, si acaso una gran panza de la que viven parásitos varios, incluidos los cortesanos que dan consejos equidistantes como pijos salvapatrias. En vísperas de su cumpleaños, quiero mostrar el orgullo por sentir al Rey al frente de esta nave de los locos de la que podían saltar ya los desorientados por los cantos de sirena. Su suerte es nuestra suerte. Por eso le deseo, como tantos españoles, lo mejor.