Cristina López Schlichting
El virus del miedo
Las peores enfermedades son las que los demás temen a muerte. Aquéllas en que afrontas, no sólo tus propios sufrimientos, sino el pánico ajeno. Ocurría en la Edad Media, cuando la peste negra inflamaba de bubones a la gente y reventaba sus cuerpos en hemorragias oscuras. Nadie quería cuidar a los apestados, que apenas encontraban cobijo en los monasterios, y los cadáveres se pudrían a la intemperie sin que nadie los quemase ni les diese sepultura. Se repitió con los leprosos, que vivían y viven en arrabales alejados de las ciudades o islas como las de Molokai y que deambulaban con una campanilla al cuello, que delataba su camino. Pasó también con las gripes mortales y los sarampiones, que diezmaban poblaciones, y tuvo una última edición con el sida. ¿Qué era el mal? ¿Cómo se transmitía? La ignorancia convirtió en víctimas a los portadores del VIH, que nadie quería tocar, cuyos vasos nadie quería compartir.
Ahora corremos el peligro de caer en estos errores milenarios y tratar como apestados a los enfermos de ébola. No hemos de cansarnos médicos ni periodistas de repetir que es una dolencia de difícil contagio, que no se pega durante la incubación y que sólo se transmite a través de los fluidos corporales. A Teresa Romero le toca ahora el calvario por el que están pasando tantos infectados occidentales. Aquí no basta, para recibir el alta, el análisis de sangre limpio que se aplica en África: aquí han de estar impolutos todos los humores corporales, lo que lleva mucho más tiempo. Y veremos qué pasa con ella a la salida. Habrá que ver si las madres la dejan abrazar a su bebés, los vecinos le abren sus casas, los conocidos la invitan a su mesa. Ojo con la enfermedad del miedo.
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