Martín Prieto

En Copacabana

Cada vez que accedía a mi hotel brasileño pedía los periódicos y prendía el televisor en procura de cualquier informativo. Puerca sería mi suerte que en todo el subcontinente americano siempre topaba con el mismo telepredicador evangelista que me vociferaba las panas del infierno si miraba a las mujeres, aunque fueran virtuosas. Llegué a aborrecerle. Los sondeos en el gigante brasilero son relativos, y más sobre creencias, pero si es advertible el aumento de los luteranos, expertos en obtener dinero y hábiles para repartirlo entre sus adeptos. Además, su histrionismo conjuga con la exuberante expresividad del país. Pero Francisco se va a emocionar ante la mayor concentración nacional de católicos del mundo, asistidos por peregrinos argentinos, uruguayos, paraguayos y toda la América hispana que pueda llegar a la cita de Brasil. De la iglesia do Señor de Bon Fin hui, espantado ante miles de cabezas de utilería, brazos y piernas de cartón, ojos, órganos reproducidos, colgados de los techos en gracias a una curación recibida. El catolicismo brasileño es tan natural como visceral, igual que en San Salvador de Bahía de Todos los Santos te venden con llaneza los ataúdes en las aceras y te permiten probarlos. Los evangelistas hacen mucha mercadotecnia en televisión y redes sociales, pero el catolicismo siempre ha contado a su favor con el sincretismo, la conjunción de la Cruz con los rituales africanos llevados por la Trata. La Virgen María es la diosa Iemanjá que surge de las aguas, y tras pasar la noche en un terreno de macumba se acude por la mañana a la misa de la parroquia. Sólo en Brasil se puede contemplar un extraño ecumenismo. En un país muy joven donde la sexualidad y el culto al cuerpo dibujan el paisaje, el aborto o la homosexualidad son tabúes sociales, aunque no supondría a las mulatas (las «gathinas») como prodigio de castidad. Aunque Francisco sea argentino va a darse una sorpresa de catolicismo masivo y juvenil.