Julián Redondo

Esclavos de oro

Thibaut Courtois siente el Atlético como una segunda piel. Identificado con la afición, con el club,

impregnado de ese sentimiento rojiblanco con marcados rasgos de utopía, pero tan real como

esta temporada misma, el portero sabe que hay un partido en juego en el que no es protagonista directo. Jerarca en el campo, el despacho le convierte en un esclavo de oro, y de la tinta de un contrato que le inhabilita para decidir su porvenir. Sobre la mesa, su futuro, incierto ahora que el

destino y la mano de Figo han emparejado a sus equipos en una semifinal de la Liga de Campeones. En otro escenario, sin confrontación interclubes por medio, el cancerbero sabría que un año o dos más el Calderón sería su territorio. Ahora, no. Y para complicarlo aún más, «Mou» tensa la cuerda por un extremo y en el otro han anudado a Diego Costa.

El Atlético es un club vendedor. Los delirios de grandeza y las especulaciones del gilismo soterraron parte de su historia y arruinaron su estabilidad económica, siempre frágil en el fútbol. Simeone ha recuperado la esencia de lo primero, ha colocado al equipo en el mapa; pero no está en sus manos sanear las cuentas. Se despidió de Falcao, que siguió el camino de Torres y Agüero, de David de Gea, y como está al día de los números del club, de las deudas que Hacienda no perdona, se ha hecho a la idea de que dentro de siete partidos, como mucho, Costa también cambiará de rumbo, y la brújula señala al Chelsea, donde, si todo discurre según los mejores augurios, se reencontrará con Courtois en el curso 2015-2016.

La cláusula de rescisión de Diego Costa asciende a 60 millones de euros. El Chelsea pretende

rebajarla utilizando la prórroga de Courtois e incluir en la operación a otro belga, el delantero Lukaku, prestado al Everton. El problema (?) de Mourinho es que tiene una plantilla sobredimensionada que se le antoja insuficiente con delanteros de la talla de Torres, Etoo, Schürrle, Salah o Demba Ba. No está satisfecho con ninguno de ellos y quiere más. El problema de Simeone es el del Atlético, la economía de guerra, abastecerse de futuribles, cedidos o pretendidos descubrimientos, formarlos, deshacerse a la fuerza de ellos y que pase el siguiente.

El rostro del futbolista no es por norma la imagen de la esclavitud en este deporte; en ocasiones

intercambia las cadenas con el escudo, y es el intermediario quien maneja los grilletes en

comunión con su patrocinado. A Courtois le gustaría eternizarse en el Atlético, pero su dueño es el

Chelsea. Diego Costa forma parte del mercado desalmado: oferta y demanda, millones de euros, al fin y al cabo. Cobrará mucho más en el Chelsea y podría continuar vestido de rojiblanco si renunciara a esos pingües ingresos; mas el Atlético no puede retenerle por lo que debería pagarle y porque está condenado a venderlo.

Distinto es el caso de Messi, tan inmenso y genial antes como empequeñecido y apático ahora.

Su padre lleva meses negociando la séptima mejora de contrato. Ya ha conseguido mantener el

ciento por ciento de sus derechos de imagen; ahora pretende cobrar 25 millones netos por cada una de las cinco próximas temporadas, lo que equivale a 250 millones. Su cláusula de extinción, 200.

Ha entregado sus mejores años, o algunos de ellos, al Barcelona; el 24 de junio cumplirá 27. A

esa edad, Miguel Indurain ganó el primero de sus cinco Tours consecutivos. Aunque fútbol y

ciclismo son deportes muy diferentes, Messi no está acabado, continúa en la curva ascendente, ¿y aburrido? Ésa es la cuestión que se debate en los despachos mientras sobre el terreno de juego un misterio, llámese Mundial, Hacienda, hastío o envidia de Neymar, abre la vía de una venta para la que ya hay dos postores al acecho: PSG y Manchester City.

Si «el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas» (Gabriel García Márquez), el compromiso de Leo con el Barça esconde más trampas que una película de indios.