José Jiménez Lozano
Evocaciones necesarias
Resulta excelente leer en «Secret Germany», de Michel Baicent y Richard Leich, lo que se dice sobre el transmundo espiritual de Claus von Stauffen; esto es, toda la historia que hay detrás de él: su educación cultural, religiosa, y aristocrática que se contraponía totalmente a la educación para la canallería y la bruticie del nacionalsocialismo, todo lo cual ni aparece ni de lejos en la banal y exitosa película en que Tom Cruise encarnaba su figura, porque la película no era más que una parte de ese gran negocio que siempre funciona explotando los sentimientos en torno a unas víctimas o gentes desgraciadas, ya que el corazón humano se compadece más de la pintura que de la realidad.
El caso es que, en nombre de todo aquello que le había hecho como era, Claus von Stauffen se alzó contra Hitler y se sacrificó; pero me parece que hoy nos resultarían anticuadas, tanto esas razones como su sacrificio, porque «mutatis mutandis» estaríamos en la situación de idiocia mental y encanallamiento moral que dice un poema de Stephen George acerca de las masas alemanas de entonces. Y no es un santo de mi devoción este magnífico poeta, quizás por demasiado dorado, pero no es posible no aceptar lo certero de su mirada. Y esta vez, además, era algo peor que masa encanallada la que rompía cristales y escupía a los judíos: enseguida mostraría bajo una luz reverberante la enorme e inimaginable capacidad de mal que hay en nuestro corazón de hombres.
Por lo demás, el propio Stauffenberg explicó: «En primer lugar, Hitler había destruido la democracia, pero lo había hecho por medios manifiestamente democráticos, por lo que había dejado sin poder a la máquina del Estado y los partidos políticos: en segundo lugar, en Versalles, le habían proporcionado los argumentos más convincentes, ya que le permitían presentarse como defensor de la desesperación popular legítima, y, en tercer lugar, el programa del partido nacionalsocialistas planteó una alternativa irresistiblemente atractiva a la presunta amenaza comunista».
Y tampoco es que fuera tan presunta, sabiendo lo que ya se sabía acerca de lo que había sucedido en la URSS, y todo ello en medio de un presente de antagonismo político incivilizado, desgobierno, ridiculización y liquidación de todo valor intelectual y moral, en aquella débil República de Weimar. De modo que el nazismo pudo ocultar su propia barbarie bajo las promesas de destierro total del desempleo y la fascinación poética de una oscura mística de la tierra y del folklore popular, mezclada a un orgullo nacional y al culto del cuerpo y de la fuerza bruta. Ni el conservadurismo legalista, ni el socialismo todavía más o menos humanista, y ni siquiera la escolástica leninista, que ya había calado en ciertas élites y su famosa «agit-prop» popular, pudieron nada contra Hitler que, como queda dicho, desmontó la democracia desde dentro y con métodos democráticos que no se quisieron o no se pudieron ver por causa misma de la verborrea o retórica democráticas, que se convirtieron, como era inevitable, en un tupido y suicida encubrimiento de la realidad. Fue una hora trágica, porque, salvo un pequeño número de personas y grupos, todo el mundo se sintió fascinado por alguna de esas dos ideologías totalitarias, y liberales y socialistas iban a pagar su ingenuidad política, como la habían pagado tras la Revolución de 1917, que ellos hicieron. Y es bueno recordarlo, especialmente porque parece que no sabemos si es que estamos indignados con la vida política por sus taras y sus quiebras, o es que siguen fascinándonos los dos atroces totalitarismos que encarnaron el horror con la ayuda de la burocracia y la tecnociencia. Y, ahora, la humanidad como cansada de serlo, se dispone a aparecer en nuestro mundo, formada por simios superiores e inferiores –cada cual con su marca biológica, de clase o de ideología– y renegando las viejas «leyendas antropológicas» que nos habían configurado como hombres civiles y civilizados.
¿Es éste el «desideratum» que en nuestra indignación con la política echamos de menos?
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