Joaquín Marco
Ficción, realidad, actualidad
El pasado domingo, en lugar de su espacio «Salvados», Jordi Évole realizó una excelente recreación de historia-ficción con motivo del 23F bajo el título de «Operación Palace». Ello fue posible porque flotan todavía sobre aquel episodio, que muchos mantenemos en el recuerdo, ciertas nebulosidades que jamás han sido aclaradas. Ni lo serán durante muchos años, porque hay documentos al respecto que no pueden aún ser consultados. La ficción histórica estuvo montada sobre algunos personajes que la vivieron o pudieron vivirla en un primer plano y que la tornaban más verosímil. No puede compararse, pues, con una novela histórica en la que pueden deformarse los hechos, pero ambiente y protagonistas se apoyan en parte en hechos reales. Cualquier novela podría ser considerada histórica si se asienta sobre hechos y sociedad de un determinado período, incluso el presente, salvo excepciones simbólicas. El experimento televisivo, por el contrario, consiste en la manipulación de unos hechos reales, deformándolos, creando un estupor en el televidente que, de pronto, de no haber descubierto previamente el juego, cree lo que se dice y observa en la pantalla. Finalmente se descubre la clave, pero la presencia de voces autorizadas que vivieron el suceso acrecienta el poder de convicción. Es ficción histórica como la hemos visto en tantas ocasiones en el cine, pero sin aditamentos. El propósito que se consigue es lograr que se desconfíe de algunas verdades que se dan por buenas, de tantas trivializaciones, de un falso documental que resulta una invención, aunque se base en un hecho histórico sobre el que tanto se ha escrito.
Algunos comentaristas han querido ver un paralelismo con «La guerra de los mundos» de Orson Welles, mítica invención que aterrorizó a los radioescuchas, porque el experimento se realizó en un medio radiofónico. Pero en este caso ni el medio ni la intención eran semejantes, salvo el empleo de la ficción en un proyecto distinto de la escritura. Es una prueba más de las posibilidades de un medio y de la ausencia de espíritu crítico que se le supone al telespectador pasivo. La intención de Welles estaba fuera de la realidad. Era pura fantasía y el público añadía por su cuenta su particular imaginación. La obra de Évole, por el contrario, pretendía convencernos de una operación llevada en secreto y mantenida como tal durante muchos años.
La ficción que no tuvo éxito, sin embargo, fue la real que representaron los miembros de la CVI (Comisión Internacional de Verificación) con su vídeo de la entrega de armas que organizó la banda terrorista ETA. No vamos a dudar de Ram Manikkaligam (de Sri Lanka), de Ronnie Kasrils (de Sudáfrica), de Chris Maccabe (de Reino Unido), de Satish Nambiar (de India), de Fleur Ravensbergen (Holanda) o de Aracelly Santana (Ecuador), todos ellos, sin duda, honorables y cargados de buena fe, partícipes de operaciones semejantes. Su disposición, sin embargo, tropieza con las intenciones de una banda derrotada que no sabe cómo justificar el cierre de sus operaciones y el anuncio de su disolución. El teatrillo que montaron dos etarras, debidamente disfrazados y con máscaras negras, junto al líder de la comisión, de Sri Lanka, y el representante sudafricano no resultaba, pese al vídeo, convincente. ETA dispone todavía de armamento debidamente escondido en zulos. Lo que se ofrecía sobre la mesa era una ridícula muestra de cuanto posee: un par de revólveres, pistolas, fusiles, granadas y explosivos, además de otros artilugios para causar la muerte de inocentes. Fue un gesto insuficiente e inaceptable. La intención era llamar la atención del Gobierno español para que éste se aviniera a negociaciones en las que los verificadores podrían ejercer un papel técnico. La comisión fue aceptada por el lendakari. Sin embargo, la solución que se les ofrece es mucho más sencilla: revelar el escondite de sus armas y declarar la extinción de la organización y el arrepentimiento por el dolor causado. La única declaración creíble por parte de ETA fue la del 20 de octubre de 2011 cuando anunciaron el definitivo cese de su actividad terrorista. El resto de comunicados y anuncios, incluido el vídeo de la semana pasada, resulta tan inútil como la ruta que se han trazado para salvar la reputación que pretenden mantener en el País Vasco.
Ni Francia ni España dieron valor a esta pequeña farsa que hicieron llegar a la BBC y que los mediadores dieron por buena, haciendo constar la decisión de la banda de desprenderse del armamento acumulado. Las declaraciones de Elena Valenciano dieron en el clavo: «La primera victoria fue que dejaran de matar; la segunda es que dejen de existir». Carlos Floriano negó la oportunidad de verificadores de cualquier índole y el resto de partidos, salvo los vascos, que observaron que cualquier destrucción de material bélico es positiva, mantuvieron una actitud muy crítica al respecto. El ministro del Interior declaró que seguirían las detenciones de etarras y el panorama no ha variado, salvo en la supuesta intención manifestada por los controladores que advierten que para establecer diálogo es necesaria la presencia del otro interlocutor. «Tiene que aparecer una institución, un gobierno, que certifique la nueva entrega de armas», declaró el representante de «los seis». He aquí, pues, un fallido acto de representación. Aún siendo los hechos reales no han sido suficientemente convincentes para enganchar a un público poco dispuesto a confiar en las declaraciones etarras. Ni siquiera con un buen director de escena la ficción, pese a ser real, hubiera resultado convincente. Éste es el pecado de una pobre representación y el desengaño de la actualidad. Todos esperábamos el anuncio de un desarme global y no un principio mal interpretado, del que estábamos con anterioridad escasamente convencidos. La versión de Évole resultó más eficaz, pese a su nula verosimilitud. No la pretendió.
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