Alfonso Ussía

Golpe y cursilería

La Razón
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Un dirigente golpista puede ser muchas cosas, pero no un cursi. Para preparar, plantear y llevar a cabo, con triunfo o derrota, un golpe de Estado, la figura del golpista es necesaria, y la cursilería nace, crece y se sostiene desde la innecesariedad. Un golpista cursi es como un lago sin agua, una primavera sin flores, un barco sin quilla o una Carmena sin bolso, es decir, un contrasentido. Y Mas es cursi. Y además de cursi, el principal responsable de un previsible golpe de Estado, que de esta guisa, golpista, lo ha definido Alfonso Guerra.

Se han escrito muchos ensayos en torno al cursi, lo cursi y la cursilería. Ramón Gómez de la Serna, entre otros. «Lo Cursi» de Gómez de la Serna es divertido, ameno e ingenioso. Pero Ramón no acierta al desnudar la innecesariedad y convertirla en cursilería por la sencilla razón de que Gómez de la Serna, genialidad literaria aparte, era muy cursi. El cursi jamás advierte cursilería en su propia persona, pues de advertirla, dejaría inmediatamente de serlo. El gran trabajo sobre la cursilería, aún no superado, lleva la firma y el talento de don Francisco Silvela, el político más inteligente, irónico y culto de la Restauración. «La Filocalia o el Arte de distinguir a los cursis». El filócalo es el amante de la belleza, y en compañía de su amigo Santiago Liniers, fundó el Club de la Filocalia, a cuyo cuerpo social sólo se accedía después de superar durísimas pruebas.

No haber firmado jamás en un álbum ofrecido por una anfitriona, ni guardado flores secas o mechón de cabello de la primera novia entre las páginas de un libro. En el caso de los militares, se rechazaba su solicitud de ingreso si se demostraba que habían posado para un fotógrafo de uniforme con un fondo iluminado de campo de batalla. Un miembro del club del que se supiera posteriormente a su pertenencia social que había bailado con o sin entusiasmo en fiesta social la polka «El Ferrocarril», era expulsado del club fulminantemente. Así como los que, habiendo asistido en más de dos ocasiones a la representación de «La Traviata», fueran sorprendidos acudiendo a una tercera sesión de la misma. El filócalo, ante notario o mediante sagrado juramento, estaba obligado a reconocer que jamás se habría referido a los labios y dientes como «corales» y «perlas», a los pechos y la espalda de una mujer como «alabastro», ni al «rayo de la revolución», al «iris de la paz», «auroras boreales», «brisas primaverales» y «crepúsculos anaranjados». Del mismo modo, se expulsaría, aunque estuvieran al corriente en el pago de la cuota, a los que fornicaran con la niñera contratada por su mujer, a los que compusieran habaneras, a los que pasearan sobre un caballo alquilado por La Castellana o enfermaran de males contrarios a la belleza, por ejemplo, las almorranas. Y en el caso de gustar enviar flores a las mujeres amadas, el filócalo no estaba autorizado al exceso y la exageración, y sólo podía continuar en el Club si el regalo floral que enviaba no excedía de la justa proporción de dos flores por querida con tiestos, o cuatro por novia sin jardín.

Los tiempos han cambiado y aumentado los delitos de cursilería. Silvela apuntó al baile o danza regional festivo. No especificó si se trataba de chotis, «aurreskus», muñeiras, jotas, sevillanas o sardanas. Está autorizado contemplar los bailes, e incluso formar parte de ellos, siempre que la emoción no nuble los ojos del danzante ni fluya una lágrima por el rostro de la pareja. Mas reconoció, no hace mucho, haberse emocionado hasta el límite de lo humanamente soportable mientras compartía con otras mil personas una sardana en la plaza de un pueblo del Ampurdán.

Mas cuida su tupé y la sonrisa le sale forzada. Es decir, intenta tener lo que no tiene –el tupé, en el sentido estrictamente piloso–, y pretende ser lo que no es, simpático. Esa farsa ahuyenta a la normalidad, aflige al buen gusto y cae de lleno en la engañosa apariencia, principio fundamental de la cursilería. Mas no acude al Liceo en pos de delicias musicales. Se sienta en el Liceo porque aún, al día de hoy, cree que asistir a una representación en el Liceo le concede categoría social. Un golpista que se precie, para financiar su golpe de Estado, jamás se quedaría con un tres por ciento de comisión de las empresas constructoras, inmobiliarias o del ramo que fueran, agradecidas por un permiso. Cobraría el diez por ciento por lo menos, que los tanques a estrenar son bastante caros, y para asestar un golpe de Estado al menos, uno o dos tienen que funcionar. Además, el golpista guarda dinero fuera de la nación que desea golpear en caso de rotundo fracaso, si bien creo que ese tramo de previsión lo tiene bastante cubierto.

Un golpista no se viste con un traje gris perla. La cursilería de Mas es la mayor enemiga de su golpe.