Manuel Calderón

Habla o calla para siempre

El otro día vi «Misántropo», la versión de Miguel del Arco de la obra de Molière (Teatro Español de Madrid; la recomiendo vivamente), en la que se plantea cuánta mentira y estupidez puede soportar una persona sin ver dañada su dignidad o acabar odiando al género humano, convertido en un ser asocial, solo y marginado, en un misántropo. Decir la verdad tiene sus riesgos, pero, tal vez, sea la única salida. En un momento dado, en la puerta trasera de la discoteca en la que transcurre la obra, entre copas y rayas de coca, esa persona que ha optado por decir siempre lo que piensa frente a la panda de corruptos que le rodea suelta una extraña palabra, y además en griego: «parresía». Hay que decir la verdad porque él sabe qué es verdadero y lo sabe porque es realmente verdadero. Días después, hace ahora una semana, el Papa Francisco, en su homilía de canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, volvió a repetir esa misma expresión. «Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresía del Espíritu Santo», dijo. Es una casualidad, pero también un síntoma de los tiempos que corren. Me he puesto a buscar de dónde viene este asunto algo obsesivamente. Para la Grecia antigua, la «parresía» era la base de la democracia, sabedores de que la mentira era la destrucción misma del ágora. Decir la verdad era una obligación y, además, nunca se ponía en duda por la sencilla razón de que la verdad sólo se dice con una condición: poniéndose el ciudadano en riesgo ante el poder y la mayoría social. Por lo tanto, siempre hay una coincidencia exacta entre lo que uno cree y la verdad, hasta que un día todo se torció y se permitió la mentira. De ahí las palabras de Francisco. Ahora, sabemos que nos mienten y sin embargo no son expulsados del ágora. Nos gusta y disfrutamos cínicamente con la corrupción. Unos más que otros. El riesgo es acabar como un misántropo.