José Luis Alvite
Humo con pamela (I)
Desde la ventana de mi infancia se veía a lo lejos un tren amarillo arrastrando un enorme moño de humo azul, una locomotora de azabache a la que le sentaba como un bocio aquella curva en cuyo desenlace entre la maleza yo sabía que con el estrambote de los vagones empezaba el somnífero tambor de Kenia. Fue aquel el tren que me dejó en África, en el palíndromo de la infinita sabana capicúa, un atardecer en el que me pareció cruzarme en la estación anaranjada de Nairobi con aquella mujer cuyo rostro tanto se parecía a alguien a quien ni siquiera recordaba haber conocido. Estaba aturdido y no se me iba de la cabeza el mambo del tren, el estribillo de madera de aquellos vagones amarillos caldeados por el azafrán fucsia del atardecer. Un taxi con los rasgos de tres coches distintos me acercó al hotel Empire, en un cruce de calles en el que se escuchaba la risa plural y cobriza de una trenza de chiquillos en cuyos cuerpos medraba lentamente la cucaña de la pubertad. Pensé que aquel era exactamente el único lugar del mundo en el que, a pesar de sus privaciones, y aunque empañase las ventanas el aliento oleoso de la malaria... aquel era sin duda el único lugar del mundo en el que ni siquiera la felicidad tendría remedio. En el vestíbulo del Empire molía lentamente el aire uno de eso ventiladores de aspas que divierten a las moscas y cambian de sitio el calor. En un sillón leía la prensa una elegante mujer madura que pasaba las hojas con indiferencia, casi con desprecio, acaso con resignación, como si supiese que cada página del diario era justo lo que necesitaba para enterrar con alivio lo que no hubiese ocurrido en la página anterior. «Creo que nos vimos hace una hora en la estación de Nairobi», le dije casi con pudor... «Usted, señora, fue lo único que le ocurrió en aquel instante al humo»...
✕
Accede a tu cuenta para comentar