Alfonso Ussía
Incómodo
El antepasado jueves acudí a un programa de televisión, el de Itxu Díaz y Quero en Intereconomía. Son dos individuos peligrosos y estupendos, rebosados de buen humor. Lo peor de su programa son las sillas en las que sientan a sus invitados. Unas alcachofas de cristal vueltas del revés calculadas perfectamente para que el invitado que insista en permanecer sentado más tiempo del establecido, sea vea obligado a llamar al Samur para ser atendido urgentemente de múltiples perforaciones en los glúteos. Se decía de un famoso doctor, muy aficionado a cobrar jugosas cantidades por cada consulta. Sentaba a sus pacientes en unas sillas tan poco acogedoras, que los pacientes pagaban encantados, no por haber sido sanados, sino por levantarse e irse.Y el gran Salvador Dalí tenía en Portlligat un sillón elaborado con cuernos de rinoceronte, en el que posaba con el garbo que le caracterizaba. Creo que fue Tico Medina el que le preguntó: -¿Es cómodo?-, a lo que el genio respondió: «Incooomooodíssssiimmmoo, uunna verrrddaadderra toorrttuuuraa», y se quedó tan ancho y tan pancho.
La comodidad y la incomodidad son relativas y discrecionales. Los indígenas del Amazonas pueden montar sus tertulias nocturnas en torno a un fuego y permanecer varias horas en cuclillas. Y los monjes budistas duermen sobre el suelo. Desde la perspectiva de un occidental esas comodidades son muy discutibles. El progreso económico tiende al descanso sobre mullido. Pero no hay que pasarse. La difunta condesa viuda del Monte Ulía, que pesaba más de 160 kilogramos -era una gran devoradora de chipirones en su tinta con arroz blanco-, gustaba de los colchones de plumas de ganso, y dormía en el centro de la cama. Una noche el sector central del lecho se derrumbó y hubo de ser rescatada por los bomberos con una grúa doméstica. Antes de sentarse, viajar o descansar sobre un asiento, es conveniente probarlo con anterioridad a su adquisición. Lo contrario es de lerdos.
El señor Blesa, presidente de Caja Madrid durante 14 años, fue citado por los diputados para que respondiera a unas cuantas preguntas. Su gestión al frente de la Caja madrileña tiene luces y sombras, si bien las segundas imperan en la actualidad sobre las primeras. Estuvo altivo. Coincidí con Blesa en un vuelo nacional. Llevaba un liviano maletín. Al llegar a la salida de los viajeros, le esperaba su chófer, que inmediatamente procedió a liberarlo del peso de su portafolios. Lo pensé: «A este hombre tan importante le gusta la comodidad». Y me olvidé de aquella reconfortante imagen hasta hoy. Le han preguntado los diputados por su cambio de coche. El señor Blesa tenía un BMW blindado cuyo valor excedía los quinientos mil euros. Y lo cambió al poco tiempo de poseerlo «porque no era cómodo». Ahí tiene razón. Un coche que cuesta más de ochenta millones de las viejas pesetas no puede ser incómodo. En lo que Blesa falla, y clamorosamente, es en su exceso de confianza. Cuando se adquiere un vehículo de esa categoría, antes de pagarlo hay que probar los asientos. Y si no son cómodos, exigir que los cambien al gusto y encaje del culo del comprador. No corresponde a un afamado administrador de los ahorros ajenos comprar un coche de quinientos mil euros sin saber si es cómodo o es una tortura, como el sillón de cuernos de rinoceronte de don Salvador Dalí. Tampoco se pierde tanto tiempo en acudir al establecimiento del concesionario y comprobar la comodidad o incomodidad del vehículo encargado. En fin, que hay que lamentar lo mal que lo pasó este hombre hasta que decidió cambiar de coche.
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