Ángela Vallvey

La carne

La carne
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Nos están dando caballo por ternera. ¡El timo de la carne de la UE! Durante la guerra de los Cien Años, los franceses hambrientos empezaron a comerse los caballos muertos en las batallas. Las guerras napoleónicas los obligaron a profundizar en lo que algunos llaman «delicatessen». Que digan lo que quieran sobre las propiedades nutritivas de la carne de caballo: conmigo que no cuenten para comerla. Para mí, comer equinos es una suerte de canibalismo. No me pone el cocido hípico, ni la lasaña ecuestre ni el estofado caballar. Prefiero morir de hambre antes que comerme a Platero, a Furia, a Rocinante... Comer caballos me parece una indignidad. Y más si los pobres bichos han muerto vilmente, inflados a inyecciones de porquerías químicas medicamentosas. En España, cuando teníamos agricultura y ganadería, nos sobraban las buenas reses para comer, de esas que se llevan guisando en Celtiberia desde los tiempos de la Dama de Elche. A los caballos se les ponía nombre y se les arreglaba la crin con la ternura con que se peina a una chiquilla, no se los despiezaba para hacer purés. Pero luego llegó la Unión Europea y nos dijo que era mejor alimentar a nuestros niños con carne de burro rumano artrítico, que es más barato, y condenar al ganadero español al cierre o a la ruina, por no ser competitivo.

Que la carne viaje miles de kilómetros, se mezcle y pierda su identidad, que la carne muerta tenga más facilidades para moverse por el espacio Schengen que un joven español en busca de empleo..., eso dice mucho de la clase de vida infame que llevamos.

Yo me niego a comer carne de caballo. Y estoy de acuerdo en que –como decía el viejo «blues»– no es la carne lo que importa, sino cómo la mueves.