M. Hernández Sánchez-Barba

La crisis de América del siglo XIX

Durante 75 años – los que transcurren entre 1824 y 1898–, tres generaciones españolas vivieron bajo la impresión, intelectualmente mitificada, del fracaso en América. Resulta importante señalar la «marca» de cada una de las fechas indicadas. La primera corresponde a la batalla de Ayacucho, que se considera dio paso a la independencia. Advirtamos que la política exterior española tardó muchos años en reconocerla, permitiendo mantener un abismo de incomunicación, repleto de interpretaciones torticeras y suposiciones tipo rumor, amén de recelos poco fundados. Por otra parte, en dimensión continental, la fecha de Ayacucho debe conectarse con la de 1823, en que el presidente de Estados Unidos, James Monroe, enunció la doctrina que lleva su nombre; en ella hay que distinguir dos vertientes: el continente americano debe quedar fuera de nuevas colonizaciones europeas que puedan suponer inseguridad para Estados Unidos; en segundo lugar, Norteamérica se aísla de los asuntos europeos, al establecer el principio de no intervención en problemas y guerras europeas.

Hay que comprender que 1823/1824 implica la norteamericanización de la política exterior. En el plazo largo, 1824, mantiene un tiempo de 74 años, hasta 1898, año en que la guerra de Cuba se vio interrumpida por la intervención de la armada de guerra norteamericana, que originó un golpe moral, considerado por muchos como un trágico «desastre» nacional español, con fuertes repercusiones sociales en los finales y los comienzos del siglo XX. En primer lugar, importantes repercusiones demográficas, debidas a la repatriación de pobladores y soldados del poderoso ejército situado en Cuba y Puerto Rico. En segundo lugar, produjo un choque de mentalidades entre los pobladores de las costas peninsulares, en pugna con la tradicional sociedad de base agraria de la meseta castellana. De tal manera se produjo la formación de distintos planos psicológicos, respectivamente apoyados por las estructuras urbanas, a su vez, en abierta diferencia con las poblaciones rurales municipales.

La política exterior de la nación sostuvo durante el siglo XIX el reconocimiento de la independencia, una a una, de cada república hispanoamericana. Se mantuvo, pues, durante largo tiempo el olvido de lo que España había llevado a cabo en América durante la original formulación del mundo histórico no colonial al modo del mundo moderno, con códigos y leyes propios, levantamiento de una economía de plantación de gran eficacia internacional, y una red de ciudades e instituciones desde el municipio hasta los cuatro virreinatos del siglo XVIII, de modo especial las grandes universidades y el intenso comercio atlántico. El primer reconocimiento fue México, en 1836, y el último, Honduras el 17 de noviembre de 1894.

La actitud primera ante esta situación consiste en reflexionar sobre cómo reacciona la sociedad española ante las consecuencias originadas ante todo ello. La reacción es inmediata, aunque ofrece una considerable diversidad. La primera procede de la burguesía del litoral, que trató de conseguir crear un estado de ánimo respecto a la urgencia de proceder a un reconocimiento que permitiese la reanudación de relaciones comerciales. La cuestión se puso de manifiesto con la aparición de publicaciones como la «Revista Española de Ambos Mundos» o «La América. Crónica Hispano-Americana». Un importante movimiento en el que destacan personalidades de fuerte incidencia en el proceso, como Rafael María de Labra, asturianos como Adaro, vascos como Zaracondegui, catalanes como Bosch-Labrús o grandes figuras políticas como Emilio Castelar. Porque el «desastre» de 1898 fue la primera crisis del sistema canovista de la Restauración y originó un profundo pesimismo histórico e invertebración política, así como también una crisis histórica de la mentalidad atlantista española, con la primera manifestación del regeneracionismo, cuya figura fundamental fue la del catedrático Rafael Altamira y Crevea, que, tras su discurso de apertura de curso en la Universidad de Oviedo sobre «La Universidad y el Patriotismo» en 1898, llevó a cabo un viaje a naciones hispanoamericanas, a cuyo regreso fue recibido por Su Majestad Alfonso XIII, el cual propició la provisión de una cátedra de Doctorado, conjunta, en las facultades de Filosofía y Letras y Derecho sobre «Instituciones políticas y sociales de América», que fue el motor del americanismo universitario y científico español.

La tesis fundamental de Altamira radicó en defender la necesidad de restablecer el crédito de la historia española en América para devolver a la sociedad la fe en sus cualidades naturales, pero evitando que produjese un retroceso, anacrónico, que impidiese el acceso a la modernidad. Había un inconveniente que también fue señalado agudamente por Altamira: que los partidos turnantes fuesen incapaces de encauzar la agitación psíquica social.

Los cuatro problemas radicales del momento histórico: la desvinculación del campesinado – especialmente de Andalucía– del trabajo de la tierra; la agitación obrerista movida por ideologías radicales y la exacerbación de las dos grandes disidencias espirituales, supuestas por el laicismo y el regionalismo. Estos dos últimos, enlazados con los horizontes de la política exterior, representados por Cuba y Marruecos, dos fuertes disidencias de la política internacional del siglo XX. El movimiento intelectual, a partir del ideal krausista de Sanz del Río y el sentido realista de Giner de los Ríos, ha sido analizado en profundidad por Vicente Cacho Viu y la profesora universitaria María Dolores Gómez Molleda. De su análisis se deduce que si pusieron las bases para la discusión del futuro político español con vínculos europeos, también propusieron una civilización no extraña a la sociedad española, aunque sí antagónica, que proporcionó la creación de una profunda grieta espiritual y cultural, situada en la misma base de la crisis española del siglo. En esta densa perspectiva, hemos de valorar las reacciones que se originan en la sociedad española respecto a los lazos y afectos que los constituyentes de Cádiz (1812) crearon en la Constitución liberal doceañista.