Francisco Nieva

La dolce vita

El País semanal ha difundido últimamente una copia del famoso filme de Federico Fellini, que nos da una versión negra de aquel tiempo en el que generalmente se pensaba que todo iba bien y vivíamos en el mejor de los mundos. La ciencia alargaba la vida de los seres, el arte y la filosofía ofrecían escapadas espirituales inéditas. Parecía que la sociedad se había vuelto loca, e imperaba un irracional optimismo, acompañado por los compases del chachachá. Yo viví en Roma un aspecto de esa dolce vita que me ha dejado un sabor mortal. La película de Fellini me lo corrobora con extrema dureza y exactitud. Fue como una psicosis general. Yo frecuentaba un clima intelectual y artístico en el que había mucha señora loca que amenazaba con desnudarse y romper con su vida decente, anunciando un cambio total en la moral y las costumbres. Lo que se consideraba pecado se convertiría en una virtud, el Universo entero saldría de su armario y viviríamos en un permanente hedonismo.

Aquí viene bien citar a mi amigo César Manrique, que era de una locuacidad propagandista fascinante. En uno de sus viajes a Nueva York, en primera clase, viajaba Rockefeller. Manrique le abordó para venderle las maravillas de su isla, Lanzarote, dotada de encantos inefables por la Naturaleza y el volcán Timanfaya. Le mostró fotografías de su propia casa, construida sobre tres burbujas volcánicas, comunicadas entre sí por estrechos pasadizos excavados en la lava. El suelo, alisado con cemento y pintado de un blanco inmarcesible, de carretera. Casa inusitada y mágica, decorada con atrevidos muebles de diseño nórdico, todo un sueño hedonista y futurista, que convencía a cualquier mortal. El hijo mimado de otro potentado, que se medía con Rockefeller, había alquilado una avioneta en compañía de su amante griego, para ver el punto mejor en el que construirse su casa. Era como un príncipe gay, que tuvo la fortuna de encontrarse con César Manrique, el cual ideó para él los espacios más delirantes. Como una barcaza, que era toda una cama de alfombras persas, cojines bordados y ricas telas muy bellamente drapeadas. Aquello tenía todo el prestigio de un pecado mortal. César Manrique transformaba el paisaje, plantando árboles del revés, con las raíces limpias al aire, caminos pintados y otros trampantojos. Ilustró como nadie aquella falsa vida futura en la que se centraba toda la Roma turística y deseosa de vivir un escándalo de carácter universal. La modernidad y el escándalo iban de la mano en aquella ciudad alucinada y auto-sugestionada.

A mí me producía como un escalofrío ver y vivir aquel espejismo social, que disparaba la imaginación de las gentes en un optimista delirio. La Roma de los paparazzi y de los escándalos imaginarios y aparatosamente inflados me producía una especial depresión. - «¿Qué clase de revelación esperan estas personas, qué arreglo definitivo del mundo creen que se aproxima? Parece que todo se da por resuelto, definitivamente encarrilado por la penicilina y el chachachá. Una loca dama de mi ambiente sostenía la teoría de que todos habíamos sido un animal en nuestra vida anterior. - «Tú eres un pez, tú una lechuza...» Yo había sido un perro, lo cual no me desagradó. Todos creían aquellas zarandajas animalísticas y hasta parece que así se conocían mejor. En aquellos pocos años, toda paparrucha científica tuvo cabida. Aquel periodo histórico se destaca por esta psicosis futura y optimista hasta lo demencial. Era un gran negocio de la Prensa y la sociedad del espectáculo, de los corredores en Arte, galeristas, comisarios y demás. Un gran negocio para las revistas del corazón y para las publicaciones de interés cultural, para la alta costura, para las fiestas más tradicionales, para la propia religión. Hubo una dolce vita del Vaticano, que hoy sufre la condena del Papa Francisco, y que Fellini resalta con amargo estupor. Así, hubo una prensa italiana totalmente teñida de amarillismo. La dolce vita estimuló la prevaricación impune y la desobediencia social. Preludio de estos tiempos modernos de crisis y desorientación vital. He aquí una sociedad que reclama ser engañada, que pide que le mientan para subirle la moral, un tumor de la cultura, un cáncer galopante que minaba todos los estratos de la vida, todos los rincones de la privacidad humana, todos los ámbitos del acontecer. Mi gran amigo, César Manrique, era un genio, me atrevo a afirmar, el gran augur de la dolce vita en su plenitud fantasmagórica.

La película de Fellini nos puede servir de preservativa advertencia en estos críticos tiempos que nos ha tocado ver y vivir.