Alfonso Ussía

La estética del dolor

Hoy recibimos en la sede de nuestro periódico, como protagonista de «La Razón de...», a don Antonio del Castillo. No es necesario que lo identifique. Es el padre de Marta, la niña asesinada por un grupo de miserables que siguen riéndose de la Justicia, y lo que es peor, de la tragedia de una familia. Doy un paso atrás hacia mi juventud. Por una imprudencia propia de estudiantes desapareció en el río Paraná, la vena de agua y madera más caudalosa de Argentina, un amigo. El Paraná se llama así desde el lecho de Iguazú y muere, casi mar, en Buenos Aires. Es un río especial, cantado por todos los grandes guitarreros argentinos, desde «Los Chalchaleros» y «Los Fronterizos», a Eduardo Falú, Jorge Cafrune, Mercedes Sosa, Horacio Guaraní y Jorge Larralde. Sus padres sabían de su muerte porque uno de los compañeros de aventura lo había visto desaparecer entre remolinos y embudos de agua. Pero no encontraron su cuerpo, sus restos mortales, lo que amamos y conocemos, lo que hemos visto crecer y sonreír, amar y exigir, y nacer, que no está escrito en la naturaleza que los padres fallezcan después de lo hijos. Nacemos sabiendo que un día nuestros padres nos abandonarán por ley de vida, pero nos negamos a aceptar que sean los hijos los que nos precedan en los azules infinitos. Aquellos padres viajaron a Argentina, y gastaron hasta el último céntimo financiando, durante meses, la búsqueda de los restos de su hijo, ya dada por imposible por las autoridades. Y una mañana, aquella mujer me llamó loca de alegría. El cuerpo apareció. Lo traían a España y descansaría para siempre entre los suyos. «No creas que estoy loca. Pero tengo la sensación de que ha vuelto a nacer». Ese consuelo en la tragedia no lo han experimentado ni los padres, ni el abuelo, ni la hermana ni los amigos de Marta. Unos homínidos gélidos y perversos, sus asesinos, han creado una red de falsedades, contradicciones y declaraciones perfectamente medidas en la mentira para que los huesos de Marta no aparezcan. La están asesinando todos los días, con una crueldad infinita, que ella ya no padece, pero sí los que la querían por encima de todas las causas y las cosas. Los políticos, cuando se produce un hecho tan estremecedor como ha sido el asesinato de Marta, se escudan en una urna de buenismo tan cínico como hipócrita. Ahí está Bretón, que por vengarse de su mujer ha asesinado a sus dos hijos. Ahí están los ejecutores de Yeremi, de todas las chicas jóvenes violadas y asesinadas, de Anabel Segura, de Rocío Waninkoff, y un larguísimo y negro etcétera. Dicen los políticos que no es conveniente «legislar en caliente». La ciudadanía pide y exige un claro paso hacia el castigo de este modelo de seres infrahumanos. Lo mismo con los terroristas. Las víctimas del terrorismo, sus familiares, sólo tienen el camino del cementerio, y Bolinaga, «Ternera», De Juana Chaos y demás seres putrefactos están en la calle. Francia acaba de darnos una lección condenando a cadena perpetua a un etarra que asesinó en suelo francés a dos guardias civiles españoles. Nadie quiere que se legisle en caliente, pero ya es hora de que se legisle en frío, y no lo hacen. Esa ley que protege a menores de edad, como el hijoputa del Cuco, no es admisible. Un menor de edad que se dedica a asesinar no es un menor de edad cualquiera. Es un canalla y lo será siempre. Don Antonio, su mujer, su familia no se han derrumbado. Insisten en encontrar a Marta, y en que los asesinos paguen con justa desesperanza su crimen. Espero, que muy pronto, tengan el consuelo del encuentro. Y espero también, que sus cobardes y fríos asesinos no encuentren ni un rincón de amparo en lo que les resta de sus vidas. Y a legislar. No sean cobardes.