Joaquín Marco
La guerra inútil
El día 20 de marzo de 2003 se inició la guerra de Irak con el objetivo de derrocar al dictador Sadam Hussein e implantar una democracia. No todas las guerras son inútiles; por ejemplo, la II Guerra Mundial enfrentó las democracias a los totalitarismos. Costó millones de muertos, pero el mundo en el que vivimos, sin ser una maravilla, sería bien distinto de haber prevalecido los países del Eje. Estos días los medios han analizado y aportado hipótesis y datos sobre otra guerra de nuestro tiempo: la invasión y ocupación de Irak. Su escala fue más reducida, pero los EE.UU. se gastaron casi un billón de dólares en el episodio bélico en el que se enfrentaron a un ejército iraquí con un armamento anticuado y unos soldados faltos de entrenamiento y de moral hasta llegar al punto en el que hoy nos encontramos, tres grupos sociales divididos (kurdos, suníes y chiíes) y un terrorismo demoledor. No fue tanto la guerra, que no contó con el apoyo del Consejo de Seguridad, sino la posguerra. Ya el ministro de Asuntos Exteriores francés Dominique de Villepin había advertido antes de la invasión: «No olvidemos que después de haber ganado la guerra habrá que construir la paz». En este proceso sigue estando Irak, un país mártir donde los haya. Los estadounidenses cometieron errores de bulto: licenciaron el ejército profesional, destruyeron el partido de Sadam, una organización laica, o casi, que constituía un freno al enfrentamiento religioso. Protegieron a ultranza el Ministerio del Petróleo, pero abandonaron a su suerte a una población que según uno de los testigos no necesitaba de extranjeros para combatir entre sí y permitieron la destrucción de bienes culturales irrecuperables. Fue ya en la posguerra cuando Al Qaeda se infiltró en las organizaciones.
Inocencio Arias, embajador de España ante las Naciones Unidas, evocó hace unos días en un breve artículo «el ambiente sombrío» que se vivió en la cancillería. Había reunido allí a algunos presidentes iberoamericanos y todos estaban a la espera del ultimátum de 48 horas que había dado Bush a Sadam Hussein para que abandonara el poder: «No terminamos el postre. Mi secretaria, Mitzy, me sacó por teléfono de la mesa ''Señor embajador, esto ha comenzado''. Eran las diez de la noche neoyorquina y las primeras y certeras bombas estadounidenses caían sobre el aeropuerto de Bagdad, el Ministerio de Defensa y un edificio en el que erróneamente se pensaba que aún estaba Sadam». Las armas de destrucción masiva, que fue la excusa para el ataque, nunca se descubrieron. George Bush, ya en enero de 2001, había planeado derrocar el gobierno autoritario de Sadam y el 11S, tras el atentado de las torres gemelas, Ronald Rumfsfeld advirtió de un complot entre los terroristas y el régimen iraquí, que nunca se produjo. Fue otra de las grandes mentiras que sirvieron para paralizar la opinión pública estadounidense. Los servicios secretos norteamericanos negaron reiteradamente los argumentos que exhibió el presidente. Fue una decisión difícil, incluso para Blair. El coste de la operación para Gran Bretaña fue de 10.422 millones de euros, al margen de la vida de algo menos de doscientos soldados. Desde uno de sus portaaviones, el 1 de mayo, Bush confirmaba el «fin de los combates», aunque proseguiría, según sus palabras, la guerra contra el terrorismo. Desde 2003 hasta 2005 murieron alrededor de 50.000 civiles. Pero el periodo 2006 y 2007 fue, si cabe, más sangriento, con cerca de 45.000 muertos. Fue todo caos e improvisación. El promedio fue descendiendo, tras la llegada del general David Petraeus, quien alcanzó ciertos acuerdos son los suníes, hasta los 4.573 del año 2012. A ello habría que sumar, para entender el desastre, el millón de exiliados que se ha producido.
Algo puede concluirse ya de esta experiencia. En los países islámicos la democracia no puede imponerse con la fuerza de las armas. Irak es hoy un país corrupto, una incógnita, pese a un intento de recuperación cultural evidente, un peligro latente por su proximidad a Siria y, además, ha fortalecido a Irán. Sin embargo, la población pretende salir con buen pie de todo ello. A partir del 23 de marzo Bagdad se convertirá en capital cultural, por decisión de la Liga Árabe. Sobrevive la Unión de Escritores con dificultades. Seis de sus miembros fueron asesinados y doscientos se han visto obligados a exiliarse, a los que hay que sumar los 230 periodistas fallecidos o asesinados. Sin embargo, entre amplias medidas de seguridad, los alumnos acuden a sus clases y algunas muchachas más desinhibidas prescinden incluso –una minoría– del pañuelo en la cabeza, porque la presión religiosa parece ser muy fuerte. Funciona también el Teatro Nacional. En 2012 se representaron dieciséis obras por 160 actores iraquíes; entre otras, La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. Las sesiones son nocturnas y los espectadores vencen su miedo. El comercio iraquí es reducido, salvo el del petróleo, pero se ha incrementado últimamente la instalación y el uso de Internet cuando no hay cortes de luz. Se ha reconstruido el mercado de libros callejeros en Mutanabi, tras el camión bomba que estalló en 2007 para destruir aquel foco de convivencia. La cultura funciona como un antídoto contra la violencia. Los iraquíes han votado en elecciones pluripartidistas, pero han debido conformarse con un gobierno de concentración. Queda lejos aquel deseo inicial de un Irak democrático y occidentalizado. Dividido, sacudido por el terrorismo, políticamente fallido como Estado, sus libertades, pese a una juventud combativa, son una falacia. El pasado martes una ola de atentados en Bagdad causó cincuenta víctimas de coches bomba, explosiones y proyectiles de mortero.
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