Rosetta Forner

La huella del mal

Quizá, cuando accedamos al sumario, se nos hiele aún más la sangre, no sólo por el conocimiento de ciertos hechos, sino por la certeza que rasgará la verdad, la cual se nos puede hacer insoportable. Vivimos en un mundo de violencia normalizada. Se fomenta la «no responsabilidad» sobre la vida propia y la inmadurez psicológico-espiritual. Esto conlleva una no valoración de la vida como un regalo precioso e insustituible, además de sagrado. Cuando se pierde el respeto por el destino de cada persona, hay quien, en el peor de los casos, llega a utilizar «métodos expeditivos» tales como eliminar a alguien simplemente porque le estorba para sus planes. ¿Cómo podemos llegar a semejante aberración en la conducta? Desprecio por la vida. Asimismo, negación de la existencia del alma y, por ende, del karma («factura» que nos pasamos a nosotros mismos y que tiene que ver con recoger el bien y/o el mal que hayamos sembrado). Al igual que a un psicópata no empieza asesinando personas, sino a animales, no se pasa de «cero a cien» en el arte de lesionar el alma de otro. Todo empieza por la falta de empatía en pequeños temas, hasta llegar al desprecio total por la vida humana de un semejante. La empatía –ponerse en el lugar de otro desde el «esto me podía pasar a mí»– es crucial para que en nosotros se dé la compasión o su ausencia. Que el «fin justifica los medios» parece ser el lema adoptado por esos que cercenan los hilos de la vida de otro ser humano. Lo que le hacemos a un semejante, nos lo hacemos a nosotros mismos, verdad espiritual donde las haya.

En verdad, matar a un semejante, extraño o propio, es patrimonio del Mal. Porque cuando en las entrañas nos habita el bien, nos nace cuidarnos unos a otros, protegernos, amarnos. A los asesinos de Asunta les aplico las palabras de Jesucristo: «Padre, perdónalos porque no sabían lo que hacían».