Luis Suárez
La identidad de Europa
La crisis de Crimea y los fuertes compromisos económicos que se están formulando desde Bruselas hacia Kiev, que superan en mucho los asumidos en otros casos que afectan de modo esencial a la Comunidad, obliga a los historiadores a formularse una vez más la pregunta de qué debemos entender por Europa. Si acudimos a un mapa podemos llegar a creer que Europa es solamente esa especie de triángulo, modificado al norte y al sur por penínsulas, que tiene su base en los Urales y su vértice final en el balcón que se asoma al Atlántico. Si nos atenemos a las estructuras que figuran dentro de la política, se trata únicamente de un mercado en el que los antiguos Estados se han convertido en socios preeminentes que le guían para tratar de obtener los mayores recursos posibles. Un mercado no se fija a sí mismo límites. Pero los historiadores sabemos bien que durante casi doce siglos fue una forma de cultura, que se asentaba sobre los fundamentos que el helenismo, el judaísmo y el cristianismo llegaran a formular y que, gráficamente, se distinguía por el uso del alfabeto latino.
Deberíamos elegir. O, acaso, volver a leer con detenimiento el Taras Bulba, que guarda ciertas relaciones de connivencia con aquella carga de los jinetes en la explanada frente a Baleklava. Es una obligación de los historiadores explicar a quiénes nos leen, cuáles fueron los trazos de la «europeidad», que se detuvo en las ondas del Vístula y supo defender a duras penas la orilla del Danubio superando los terribles embates, primero de mongoles, tártaros, y luego de otomanos. Quienes, españoles, austriacos o polacos, se comprometían en la defensa de Viena estaban convencidos de que se defendía en ella todo el sentido espiritual de la Cristiandad latina.
El nombre de Europa empieza a sonar en el siglo VIII y se consolida en torno a Carlomagno que a sí mismo complacía llamarse emperador de la misma. Cuando el ecúmene romano se rompió haciendo del Mediterráneo un mar de barrera, la Cristiandad se hallaba formada ya por tres elementos, el grecolatino que significaba Roma, el germánico que había sido definitivamente adquirido por el franco, y los dos aditivos, escandinavo y eslavocatólico que se sumaban a la Iglesia de la latinidad. Y en ella se estaba conformando una nueva cultura que no renunciaba a su pasado, pero intentaba dibujar una nueva imagen del hombre. Y así nacieron esas dos instituciones que son exclusivamente europeas, la Monarquía y la Universidad. El paso del tiempo las ha desgastado, pero sus efectos siguen operando.
La Monarquía es aquella forma de Estado que acaba definiendo el ejercicio del poder como un pacto entre el rey y todos los súbditos que adquieren la condición de vasallos lo que significa la libertad personal y el derecho a vivir. Cuando necesitamos hacer una referencia a las Constituciones utilizamos el calificativo de Carta Magna sin percibir, acaso, que nos estamos refiriendo a un documento de principios del siglo XIII y que no es otra cosa que un pacto sinalagmático entre dos iguales, el monarca que tiene el «deber» y no el «derecho» de ejercer su potestad, y el reino que se afirma en la lealtad. Ambos contratantes se consideraban sometidos a la razón moral del cristianismo, recogiendo también la polis griega y el ius latino para sumarlo a los mandamientos que Dios comunicara directamente a Moisés en el Sinaí. A mediados del siglo XIV, cuando empezaban a abrirse los caminos del mar hacia los nuevos horizontes, un Papa, por cierto poco ejemplar, Clemente VI definió como derechos «naturales» –es decir inherentes a la naturaleza humana– esos tres que son la vida, la libertad y los medios materiales necesarios para la existencia. Y esto, con otro nombre, «derecho de gentes» fue lo que España trasladó a América haciendo posible la creación de nuevas naciones. De ahí algo que no debe olvidarse. La Carta Magna o Constitución, jurada o afirmada por todos, debe obedecerse sin trampas ni tapujos. Hoy estamos malversando esta herencia.
Las Universidades no eran, desde luego, centros de formación profesional o escuelas técnicas. Se trataba de descubrir y comprender al mundo, enriqueciendo las dimensiones que en su doble naturaleza adornan; a la persona humana. Pues el conocimiento del hombre y del mundo permitía escapar de los muchos daños que el primitivismo transmitiera, haciendo de aquél una persona que sabe muy bien que la libertad depende de que se cumplan los deberes y no de que se reclamen los derechos. Las manifestaciones feministas de nuestros días nos permiten comprender muy bien: se está reclamando para la mujer no el «deber» de transmitir la vida, sino el «derecho» a destruirla antes de que puedan abrirse los ojos al universo mundo. De otra parte, las Universidades establecían ese principio que Ortega y Gasset tan claramente definiera: progresar no es tener más, acumulando bienes materiales, sino «ser» más, crecer en la propia dignidad de la persona.
Esta europeidad fue reconocida en los comienzos del siglo XV como patrimonio de cinco naciones, Italia, Alemania, Francia, España e Inglaterra, por este orden. Nación no era entonces forma política, sino cultura dentro de la cual cabían organizaciones diferentes. Lo que entonces los maestros universitarios afirmaban era que esas naciones, en que Polonia, Hungría y Escandinavia también se hallaban incluidas, constituían variadas formas de una misma cultura a la que se llamaba Humanismo. Fue una etapa brillante, aquella que nos lleva desde Petrarca y Ramon Lull hasta Erasmo y Tomás Moro y a ella deberíamos recurrir como a un patrimonio. Por mi parte puesto a elegir, escogería para Europa esta dimensión. No dudo de las necesidades económicas, pero ante todo y sobre todo debemos restablecer un Humanismo para el que disponemos de suficientes recursos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar