Ángela Vallvey
La matanza de los inocentes
Pongamos que son ciento treinta. Cuente usted hasta ciento treinta. Hoy nadie suele contar. La calculadora lo hace por nosotros. Pero este ejercicio precisa que contemos «manualmente» (quiero decir mentalmente). Visualizar un número tras otro en su orden correcto. Es sencillo; a pesar de que no estemos acostumbrados, no es tan complicado sacar unos minutos para ser capaces de lograrlo: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Y así, hasta ciento treinta. ¿Lo ha hecho? Bueno, habrá podido usted comprobar que la cuenta es larga, en realidad. Ahora piense que cada uno de esos dígitos tiene el rostro de un ser humano. Que «es» un ser humano. Y ahora imagine que cada uno de esos seres humanos es un niño. Ahora medite: cada uno de esos críos tenía vida, un rostro, un nombre, una familia, una madre... Ahora reflexione sobre el hecho de que cada uno de esos niños ha muerto asesinado. Ahora, piense que la matanza ha sido perpetrada en «el nombre de Dios», de un dios cuya ferocidad y pequeñez, cuya miseria y brutalidad, no son más que la excusa de la ferocidad, la pequeñez, la miseria y la brutalidad de los seres humanos que se excusan detrás de su «santo» nombre para perpetrar sus crímenes. Eso es lo que ha ocurrido en Peshawar, (Pakistán), donde ha tenido lugar uno de los atentados más asquerosos que el mundo ha sufrido desde que la escoria integrista islámica enseñó los colmillos, arreció en su ofensiva vejatoria y tiñó el mundo de sangre inocente y vergüenza. Una se pregunta por qué, en el bendito nombre de quién, aguantamos esto. Cuánto tiempo durará la ignominia. Cuándo borraremos del mundo la mancha del terror integrista islámico, convertida de una vez por todas en historia. Cuándo expulsaremos a estos cafres homicidas de la especie humana. Para siempre.