José Jiménez Lozano

La naturaleza fue siempre nuestra casa

La naturaleza fue siempre nuestra casa
La naturaleza fue siempre nuestra casalarazon

Lo que llamamos «naturaleza» cuya subsistencia, después de la revolución industrial y el desarrollo económico, ha llegado a ser un impensado y serio problema, casi el de una plaga bíblica sobre la tierra, el agua y el aire mismo, y por toda la redondez de nuestro planeta, en el que ya parece que ya quedan pocos escondrijos que no estén amenazados. Es decir, el progreso o desarrollo material se nos aparece, de un tiempo a esta parte, como depredador de la materialidad misma del mundo.

En realidad, si la historia humana está ahí, es porque los hombres comenzaron por defenderse de la naturaleza, y luego fueron dominándola poco a poco para las necesidades mismas del vivir, y, finalmente, instalando su «domus» o casa en ella, haciéndola doméstica.

El turista que admira, especialmente en primavera, los hermosos paisajes y lugares naturales, en los que se instalaron monasterios o villas italianas, o simplemente espacios naturales como intocados, no se percata en absoluto de que todo eso tan hermoso está construido por mano de hombre, y de que monjes y campesinos han talado, drenado, consolidado, limpiado, ordenado, actuado en suma en la naturaleza, logrando la belleza que entonces se contempla, y que la selva misma que ese turista visita, y sobre la que amontona sus adjetivos de entusiasmo, no es ya la selva dejada a su propio vivir y vegetar, que es un terrible espectáculo de horror y depredación sobre una alfombra de pudrición y muerte, es también naturaleza humanizada..

Lo que importa recordar, entonces, es que los hombres han luchado y mantenido así la naturaleza a raya, en razón de su propia supervivencia, de la provisión a sus necesidades, y para aprovechar sus riquezas. Y otro asunto es que los hombres se hayan comportado, más bien últimamente, como grandes depredadores y, cuando nos creíamos que estábamos construyendo un paraíso como culminación de la plenitud de la historia, nos hemos percatado de que allí no habrá ríos, ni árboles, ni animales, porque aire, mar y tierra han sido polucionados, o se retraen y extinguen, y el mundo va tornándose como un mineral cristalizado, una vieja tumba de cristal con semovientes en su seno, según la aprensión de Hegel.

Pero, para los hombres, la idea del jardín en la historia es inseparable del anhelo humano por el Edén, desde el «hortus conclussus» o jardín cerrado de los monasterios, a los soberbios y enigmáticos jardines de «El sueño de Polifilo», y a los huertecillos más humildes, o patios caseros cuajados de macetas, y una higuera o un moral donde cantan los pájaros. En ellos, no sólo se han refugiado los hombres de las heridas de la historia de cada día que con sus inevitables esquinas nos desuella, sino que se han consolado del vivir mismo en sus peores trances, con la belleza de las plantas y compañía de los pájaros; e incluso han medido el mundo con la medida exacta con que debe ser medido, con sólo comprobar que la gigante sequoia, y la humilde artemisa, cuentan su tiempo por decenios y siglos; y un loro o cacatúa, como de los que nos habla Chateubriand, puede repetir palabras en la selva, que ha aprendido de habitantes de aquélla ya desaparecidos mucho tiempo atrás.

«Por mi mano plantado tengo un huerto», decía el Maestro fray Luis de León, en un hermoso verso; porque el hombre precisa maravilla para poner sus ojos y aguzar sus oídos, y, cuando se encuentra en una naturaleza que parece recién nacida y no hollada apenas por pisada humana, le parece regresar al Paraíso.

La realidad, ahora, es, sin embargo, que esta tierra, con esa gran riqueza en esos espacios en que la naturaleza es reina, queda enfrentada a las transformaciones económicas y sociales que se están produciendo muy rápidamente, y la conciencia misma de su necesidad y urgencia parecen minusvalorar el peligro de que tales transformaciones se realicen con una prisa y una falta de prevención que puede dañar irreversiblemente el mundo en que vivimos.