Antonio Pérez Henares

La perdiz

En los mundos medioambientales y conservacionistas suele prestarse atención a las especies escasas y se tiende a despreciar a las presuntamente abundantes. Durante años al pobre conejo, clave de toda la cadena alimentaria y sustento de las «joyas» conservables, no se le ha hecho ni puñetero caso. Aunque haya pasado y en zonas siga atravesando por una situación de emergencia poblacional debido a las enfermedades artificiales creadas por el hombre y que han repercutido en la bajada a mínimos de sus predadores específicos: lince y águila imperial.

Pues bien, parecidas trazas está llevando otra de las señas de identidad de nuestro territorio: la perdiz roja. La salvaje, digo, que ya sé que en granjas e hibridadas hay los millones que nos de la gana, pero que en el campo ni duran y aun menos crían. La patirroja está desapareciendo a marchas forzadas. Este año el bajón ha sido terrible y ha acentuado su declive. Los cazadores son los primeros en notarlo pero es una evidencia que es cada vez más escasa y que hasta está desapareciendo en bastantes lugares. Y les aseguro que los culpables no son las escopetas. Ha sido una pieza cinegética fundamental, y una gran fuente de riqueza en muchas zonas, la reina de la caza menor y sus poblaciones, con los cuidados, controles y buenas crianzas no se veían afectadas.

¿Y por qué ahora aunque no se las cace desaparecen? Pues porque no sacan polladas, porque mueren envenenadas. Los productos fitosanitarios contra las malas hierbas o para proteger los cultivos de cereal las están matando y ya no digamos a sus perdigones. Su escasez es generalizada y se ha visto acelerada esta pasada añada por una primavera y un verano nefastos para la cría. Pero eso puede tener remedio con las lluvias de este año. Lo que no tiene es que nuestro campo, el suyo, es una trampa envenenada.